Sin una palabra

Vince soltó la silla.

 

—Entonces use el teléfono, pero para llamar a la policía —dijo, sumándose a mi farol—. Olvídese de llamar a su hijo. Llame a la poli.

 

La silla no se movió.

 

—Tengo que ir al hospital —le dije a Vince—. Quiero ver a Clayton Sloan.

 

—Está muy enfermo —informó Enid Sloan—. No se le puede molestar.

 

—Quizá pueda molestarle lo justo para hacerle un par de preguntas.

 

—?No puede ir allí! ?Se ha terminado el horario de visitas! Además, está en coma. Ni siquiera se dará cuenta de que está allí.

 

Me imaginé que si estaba en coma no le importaría que fuera a verle.

 

—Vámonos al hospital —dije a Vince.

 

—Si nos vamos —comentó éste—, ella llamará a Jeremy para avisarle de que estamos aquí. Podría atarla.

 

—Por Dios, Vince —exclamé.

 

No podía permitir que atara a una mujer anciana y discapacitada, no importaba lo antipática que fuera. Incluso aunque eso significara que nunca encontraría las respuestas a mis preguntas.

 

—?Y si te quedas aquí?

 

él asintió.

 

—Buena idea. Enid y yo podemos charlar, cotillear sobre los vecinos, cosas así. —Se inclinó sobre la silla para que ella pudiera verle la cara—. ?A que será divertido? Incluso podríamos comer un poco de pastel de zanahoria. Huele delicioso.

 

Entonces cogió su chaqueta, sacó las llaves de la ranchera y las lanzó en mi dirección.

 

Las cogí en el aire.

 

—?En qué habitación está? —le pregunté a Enid.

 

Ella me miró iracunda.

 

—Dígame en qué habitación está o yo mismo llamaré a la policía.

 

Se lo pensó un momento, llegó a la conclusión de que si iba al hospital probablemente podría encontrarle de todos modos, y luego dijo: —Tercer piso. Habitación 309.

 

Antes de irme Vince y yo nos intercambiamos los números de móvil. Luego me subí a su ranchera y me peleé un poco con el contacto hasta que conseguí meter la llave. Siempre hacen falta un minuto o dos para acostumbrarse a un coche nuevo. Encendí el motor, encontré el control de las luces, di marcha atrás por el camino de entrada y giré. Me tomé un momento para orientarme. Sabía que Lewinston estaba hacia el sur, y que al salir del bar nos habíamos dirigido también hacia el sur, pero no sabía si ir hacia abajo me llevaría a donde quería llegar. Así que me dirigí de vuelta a Maine, torcí a la izquierda y una vez hube encontrado el camino a la autopista tomé la dirección sur.

 

La abandoné en la primera salida desde la que vislumbré la H azul en la distancia, llegué al aparcamiento y entré por la puerta de Urgencias. Había media docena de personas en la sala de espera: unos padres con un bebé que lloraba, un adolescente al que le supuraba sangre por la rodilla del tejano y una pareja de ancianos. Atravesé la habitación, pasé frente al mostrador de admisiones, donde vi un cartel que indicaba que las horas de visita habían terminado un par de horas antes, a las ocho, y cogí el ascensor hasta la planta 3.

 

Había muchas probabilidades de que alguien me detuviera en algún momento, pero mi idea era que si llegaba a la habitación de Clayton Sloan, todo iría bien.

 

Las puertas del ascensor se abrieron ante el mostrador de las enfermeras de la tercera planta. No había nadie. Avancé por el pasillo, me detuve un momento y entonces giré a la izquierda mirando los números de las habitaciones. Encontré la 322 y me di cuenta de que los números aumentaban a medida que avanzaba por el pasillo, así que di media vuelta y me dirigí en dirección contraria, lo que me obligaría a pasar de nuevo por el mostrador de las secretarias. Había una mujer de espaldas a mí, leyendo un historial, y pasé junto a ella haciendo el menor ruido posible.

 

Volví a fijarme en los números. El pasillo se desviaba a la izquierda, y la primera habitación con la que me encontré era la 309. La puerta estaba entreabierta y la estancia se encontraba a oscuras excepto por un fluorescente colgado en la pared al lado de la cama.

 

Se trataba de una habitación privada, para un solo paciente. Una cortina impedía ver nada más allá de los pies de la cama, donde una tablilla colgaba de una barra metálica. Avancé unos pasos, dejando atrás la cortina, y vi que había un hombre dormido tendido en la cama, levemente incorporada. Deduje que tendría unos setenta a?os. Tenía aspecto demacrado y el cabello escaso. Quizá debido a la quimioterapia. Su respiración era dificultosa; sus brazos descansaban a ambos lados del cuerpo y tenía los dedos largos y huesudos.

 

Me dirigí a la parte más alejada de la cama, donde la cortina me ocultaba del pasillo. Había una silla junto a la cabecera, y cuando me senté en ella conseguí hacerme aún más invisible para cualquiera que pasara por delante de la habitación.