Sin una palabra

Vince se inclinó hacia mí y por un momento retrocedí creyendo que me iba a agarrar, pero sólo quería abrir la guantera.

 

—Por todos los santos —dijo—, relájate, joder. —Cogió un mapa de carreteras y lo desdobló—. Muy bien, vamos a echar un vistazo. —Escudri?ó la parte superior izquierda del mapa y luego dijo—: Aquí está. Al norte de Buffalo, justo encima de Lewiston. Youngstown. Un sitio peque?o. Tardaremos unas ocho horas.

 

—?Tardaremos?

 

Vince intentó sin éxito doblar el mapa para que quedara como antes, pero luego me lo pasó doblado de cualquier manera, con las puntas desordenadas.

 

—De esto te encargas tú. Si consigues dejarlo como estaba, puede que incluso te deje conducir. Pero ni se te ocurra tocar la radio. Si lo haces estás jodido.

 

 

 

 

 

Capítulo 39

 

 

Después de mirar el mapa decidimos que el camino más rápido era dirigirse hacia el norte por Massachusetts hasta llegar a Lee, girar después a la izquierda para entrar en el estado de Nueva York y coger la autopista de Nueva York en dirección norte hasta Albany, y luego a la izquierda, hacia Buffalo.

 

Nuestra ruta nos llevó a Otis, que estaba sólo a unos kilómetros de la cantera donde habían encontrado el coche de Patricia Bigge. Se lo conté a Vince.

 

—?Quieres ir a verla? —le pregunté.

 

Hasta entonces habíamos conducido a una media de ciento treinta kilómetros por hora. El coche de Vince disponía de un detector de radares.

 

—Vamos muy bien de tiempo —dijo—. Sí, ?por qué no?

 

Aunque en esta ocasión no había coches de policía se?alando la entrada, me las arreglé para encontrar el estrecho camino. La ranchera, con su tracción, lo enfiló con mucha más facilidad que mi sedán, y cuando alcanzamos lo alto de la colina, donde los árboles se abrían sobre el borde del precipicio, pensé, sentado en el asiento del pasajero, que íbamos a caer por él.

 

Pero Vince frenó con suavidad, aparcó la ranchera y puso el freno de mano, algo que nunca antes le había visto hacer. Luego salió del coche, se acercó al límite del precipicio y miró hacia abajo.

 

—Encontraron el coche justo ahí —dije, acercándome a su lado y se?alando con el dedo.

 

Vince asintió, impresionado.

 

—Si yo tuviera que estampar un coche con dos personas dentro —comentó—, me costaría encontrar un lugar mejor que éste.

 

Mi compa?ero era una cobra.

 

No, una cobra no. Un escorpión. Recordé aquella antigua historia de los indios americanos sobre la rana y el escorpión. La rana acepta ayudar al escorpión a cruzar el río si él promete no picarla e inyectarle su veneno. El escorpión le dice que sí, pero a medio camino, aunque eso signifique que también él morirá, el escorpión le clava su aguijón a la rana. Mientras se muere, ésta le pregunta: ??Por qué lo has hecho??. Y el escorpión replica: ?Porque soy un escorpión, y está en mi naturaleza?.

 

Me pregunté en qué momento Vince Fleming me clavaría su aguijón.

 

Si lo hacía, no creí que corriera la misma suerte del escorpión del cuento. Vince me parecía más bien un superviviente.

 

En cuanto nos acercamos a Mass Pike y las líneas de cobertura volvieron a aparecer en mi móvil, intenté de nuevo llamar a Cynthia. El móvil estaba desconectado, así que lo probé en casa, aunque no tenía ninguna esperanza de encontrarla allí.

 

No estaba.

 

Quizás era mejor no encontrarla. Prefería llamarla cuando tuviera noticias de verdad; y quizá cuando llegáramos a Youngstown obtendría algunas.

 

Estaba a punto de guardar el teléfono cuando éste sonó en mi mano. Di un salto.

 

—?Diga? —pregunté.

 

—Terry. —Era Rolly.

 

—Hola —saludé.

 

—?Has sabido algo de Cynthia?

 

—Hablé con ella antes de irme, aunque no me dijo dónde estaba. Pero ella y Grace parecían estar bien.

 

—?Antes de irte? ?Dónde estás?

 

Rolly parecía realmente preocupado.

 

—Estamos a punto de llegar a Mass Turnpike, en Lee. Estamos de camino a Buffalo; de hecho, un poco más al norte.

 

—?Estáis?

 

—Es una historia muy larga, Rolly, y cada vez parece alargarse más y más.

 

—?Adónde vais?

 

—Quizá nos estemos metiendo en un callejón sin salida —respondí—, pero cabe la posibilidad de que haya encontrado a la familia de Cynthia.

 

—?Me tomas el pelo?

 

—No.

 

—Pero Terry, de verdad, después de todos estos a?os deben de estar muertos.

 

—Tal vez, no lo sé. Quizás alguno sobrevivió. Quizá Clayton.

 

—?Clayton?

 

—No lo sé. Todo lo que sé es que ahora nos dirigimos a una dirección cuyo número de teléfono está a nombre de Clayton Sloan.

 

—Terry, no creo que debas seguir con esto. No sabes en lo que te estás metiendo.

 

—A lo mejor —convine; luego miré a Vince y a?adí—: Pero estoy con alguien que parece saber manejarse en situaciones complicadas.