El accidente

—Mi madre es como un matón de clase. Con el paso de los a?os he aprendido que lo único que se puede hacer es plantarle cara. No te imaginas las cosas que llegó a soltarme cuando le dije que iba a casarme contigo. Pero tienes que saber que las cosas más dolorosas que me dijo no tenían nada que ver contigo, Glen. Tenían que ver conmigo. Con las decisiones que he tomado. Bueno, pues estoy orgullosa de esas decisiones. Y de las que has tomado tú, también.

 

Yo había decidido construir edificios. Cubiertas, garajes, ampliaciones, casas enteras. Después de licenciarme, intenté que mi padre me contratara en su empresa de construcción, donde había trabajado todos los veranos desde que tenía dieciséis a?os.

 

—Voy a necesitar referencias —me dijo cuando entré en su despacho, llegado directamente de la universidad a mis veintidós a?itos.

 

A mí me encantaba ese trabajo. Compadecía a mis amigos, que se pasaban los días atrapados en sus cubículos, que volvían a casa después de ocho horas sin poder ense?ar una sola cosa que hubieran terminado. Yo, en cambio, construía edificios. Cosas que se podían ense?ar mientras ibas en coche por la calle. Y los construía, además, con mi padre. Aprendía de él todos los días. Un par de a?os después de haber empezado a trabajar a su lado, conocí a Sheila mientras cambiábamos las ventanas de su mansión y, al cabo de no mucho tiempo, ya nos habíamos ido a vivir juntos, algo que no les sentó demasiado bien a mis padres, igual que tampoco le sentó nada bien a Fiona. Sin embargo, dos a?os después dejamos de vivir en pecado (como le habría encantado decir a mi madre), en parte porque mi madre se estaba muriendo de cáncer y saber que estábamos legalmente casados le proporcionaría cierto sosiego.

 

Cuatro a?os después, teníamos a una ni?a en camino.

 

Mi padre vivió lo bastante para tener a Kelly en brazos. Después de que falleciera, me convertí en el jefe. Me sentía huérfano, sentía que la situación me superaba. Aquellos zapatos me venían demasiado grandes, pero hice todo lo que pude. Nada volvió a ser lo mismo sin él, pero aun así me encantaba mi trabajo. Tenía un motivo para levantarme por las ma?anas. Un propósito. No tenía la necesidad de justificar ante la madre de Sheila la vida que había elegido.

 

A Sheila y a mí nos sorprendió mucho que Fiona empezara a salir con un hombre.

 

Se llamaba Marcus Kingston y, aunque su primera esposa vivía todavía en algún rincón de California, la segunda había muerto ocho a?os antes, cuando un tarado con un Civic trucado se saltó un semáforo en rojo y se empotró de lado contra el Lincoln de ella. Marcus había sido importador de ropa y otros artículos, pero hacía poco que había dejado el negocio cuando conoció a Fiona, en la inauguración de una galería en Darien. El hombre se había pasado toda su carrera profesional codeándose con gente de dinero y buenos contactos, justamente la clase de personas con las que a Fiona le encantaba relacionarse.

 

Cuando decidieron casarse, hacía ya cuatro a?os, Marcus vendió su casa de Norwalk y Fiona puso su mansión de Darien a la venta. Se mudaron los dos juntos a una casa de lujo que daba al estrecho de Long Island, dentro de la ciudad.

 

Sheila tenía la teoría de que Fiona se había despertado una ma?ana y se había preguntado: ?quiero vivir sola el resto de mi vida? Tengo que admitir que a mí jamás se me había pasado por la cabeza que Fiona pudiera tener ninguna necesidad emocional. Mi suegra se había construido una fachada de mujer tan gélida e independiente, que cualquiera podía caer en la tentación de pensar que no necesitaba a nadie. Sin embargo, debajo de ese exterior glacial había alguien que se sentía muy solo.

 

Marcus apareció justo en el momento perfecto para ella.

 

Sheila y yo nos habíamos preguntado en más de una ocasión si las motivaciones de Marcus no serían ligeramente más enrevesadas. También él estaba solo, y tenía sentido que quisiera despertarse por las ma?anas con alguien a su lado. Sin embargo, nos habíamos enterado de que Marcus no había vendido su negocio por lo que esperaba sacar de él, y que una parte nada despreciable de sus ingresos procedía todavía de su primera mujer, la que vivía en Sacramento. Y Fiona, que tan cuidadosa había sido con su dinero durante tantísimos a?os (me atrevería incluso a decir que agarrada), no parecía tener ningún problema para gastárselo en Marcus. Hasta le había comprado un velero, que él tenía amarrado en el puerto de Darien.

 

Marcus seguía realizando alguna asesoría aquí y allá para importadores que valoraban su experiencia y sus contactos. Salía a cenar fuera una o dos noches a la semana con esas personas, y le encantaba alardear de que el mundo de los negocios no quería dejarlo descansar. Sheila y yo, en privado, habíamos comentado que a veces podía ser un poco fanfarrón; un gilipollas, francamente. Pero por lo visto Fiona lo quería, y parecía más feliz con él en su vida de lo que había sido antes de que apareciera.

 

Venían mucho a visitarnos para que Fiona pudiera ver a su nieta. Yo podía encontrar un montón de motivos para detestar a mi suegra, pero no podía negarse que adoraba a Kelly. Se la llevaba de compras, al cine, a Manhattan a visitar museos o a ver espectáculos de Broadway. Fiona había soportado incluso algún que otro viaje al Toys ?R? Us de Times Square.