El sábado por la ma?ana la dejé dormir todo lo que quiso. La había llevado de vuelta a su habitación por la noche, y en ese momento me asomé mientras iba de camino a la cocina para hacerme el café. Estaba abrazada a Hoppy, con la cara enterrada entre las orejas peludas del conejito (?o sería conejita?).
Recogí el periódico y leí por encima los titulares mientras me sentaba a la mesa del comedor, daba algún sorbo de café y no le hacía ni caso a los copos de trigo que me había preparado.
No era capaz de concentrarme. Me decidía por un artículo y llevaba ya cuatro párrafos leídos antes de darme cuenta de que no había retenido nada, aunque al final sí que encontré uno que me interesó lo suficiente para leerlo de verdad. Para paliar la escasez de pladur que sufría todo el país —sobre todo después del boom de la construcción que siguió al Katrina—, se importaron desde China cientos de millones de metros cuadrados de material que habían resultado ser tóxicos. El pladur está hecho de yeso, que contiene azufre, el cual se elimina filtrándolo durante el proceso de fabricación. Pero ese pladur chino estaba cargado de azufre, y no solo apestaba, sino que había corroído las ca?erías de cobre y había causado todo tipo de da?os.
—Joder —mascullé. Una cosa más a la que estar atento.
Dejé a un lado el periódico, fregué los platos, bajé al despacho, volví a subir a la planta baja, salí a buscar en la furgoneta algo que no necesitaba y volví a entrar.
No podía estarme quieto.
A eso de las diez volví a asomarme a ver qué tal estaba Kelly. Todavía dormía. Hoppy se había caído al suelo. De vuelta en mi despacho, sentado en mi silla, cogí el teléfono.
—A la mierda —susurré casi sin voz.
Nadie encierra a mi hija en una habitación y se va de rositas. Marqué el número. Sonó tres veces antes de que alguien contestara con un ?Diga?. Una mujer.
—Hola —dije—. ?Ann?
—No, no soy Ann.
Podría haberme enga?ado. Tenía una voz muy parecida.
—?Podría hablar con ella, por favor?
—Ann no… ?De parte de quién?
—Soy Glen Garber, el padre de Kelly.
—No es buen momento —dijo la mujer.
—?Con quién hablo? —quise saber.
—Con Janice. La hermana de Ann. Lo siento, pero tendrá que llamar en otro momento.
—?Sabe cuándo estará en casa?
—Lo siento… Estamos haciendo los preparativos. Tenemos mucho que hacer.
—?Preparativos? ?Qué quiere decir con los preparativos?
—Para el funeral —explicó—. Ann… falleció anoche.
Colgó antes de que pudiera preguntarle nada más.
Capítulo 11
La madre de Sheila, Fiona Kingston, nunca había sido una gran admiradora mía, y la muerte de Sheila solo había servido para confirmar su opinión.
Desde el principio, siempre había creído que su hija podría haber encontrado a alguien mejor. Mucho mejor. Fiona nunca llegó a decirlo en voz alta, al menos no delante de mí, pero yo siempre había sabido que pensaba que su hija debería haber acabado con alguien como su propio marido (su primer marido), el difunto Ronald Albert Gallant. Afamado abogado de éxito. Miembro respetado de la comunidad. El padre de Sheila.
Ron murió cuando Sheila tenía solo once a?os, pero su influencia había seguido muy viva. él era el baremo con el que se medían todos los posibles pretendientes de la hija de Fiona. Incluso antes de que hubiera cumplido los veinte, cuando aún no era muy probable que los chicos con los que salía acabaran siendo sus compa?eros de por vida, Sheila se veía sujeta a extensos interrogatorios sobre ellos por parte de Fiona. ?A qué se dedicaban sus padres? ?A qué clubes pertenecían esos chicos? ?Qué tal les iba en el instituto? ?Qué nota habían sacado en selectividad? ?Qué ambiciones tenían?
Sheila solo había tenido padre durante once a?os, pero tenía muy claro qué era lo que más recordaba de él. Recordaba que no había mucho que recordar. Rara vez estaba en casa. Había dedicado su vida al trabajo, no a su familia. Y cuando sí lo tenían en casa, había sido un hombre distante, como si no estuviera allí.
Sheila no sabía muy bien qué tipo de hombre deseaba para ella. Quería a su padre y quedó destrozada al perderlo a tan temprana edad, pero tampoco supuso en su vida el vacío que podría haberse esperado.
En cuanto murió Ron (de un ataque al corazón a los cuarenta a?os), toda la ternura que pudiera haber demostrado Fiona como madre, que para empezar tampoco había sido tanta, se vio desterrada por el peso de tener que sacar adelante a su familia ella sola. Ronald Albert Gallant había dejado a su mujer y a su hija en una buena situación económica, pero Fiona nunca había llevado la economía de la casa y tardó una buena temporada, con la ayuda de diversos abogados, contables y empleados de banca, en aclararse con las finanzas. Sin embargo, una vez que lo tuvo todo bajo control, empezó a obsesionarse con supervisar todos los asuntos de negocios; quiso supervisarlo todo, invertir con inteligencia, estudiar sus estados de cuentas trimestrales.