Y, aun así, todavía le quedaba tiempo para dirigir la vida de su hija.
Fiona no se tomó demasiado bien que su peque?a, a quien ella habría enviado a Yale para que se convirtiera en una abogada o una gran empresaria, y que con un poco de suerte se enamoraría de algún abogado en ciernes de las altas esferas, conociera al hombre de sus sue?os, no en clase de Derecho, discutiendo los casos de los litigios más peculiares, sino en los pasillos de su gran casa cubierta de hiedra, trabajando con su padre en la instalación de las nuevas ventanas. Si Sheila no me hubiera conocido entonces, a lo mejor habría acabado los estudios, aunque no estoy muy seguro. A ella le gustaba disfrutar de la vida, hacer cosas, no quedarse sentada en un aula escuchando a alguien pontificar sobre asuntos que le importaban un comino.
Lo irónico fue que, de nosotros dos, fui yo el que acabó sacándose un título. Mis padres me enviaron al norte, a Bates College, en Lewiston (Maine), donde me especialicé en Filología Inglesa por algún motivo que ahora mismo se me escapa. No es que sea la clase de título que tiene a tus posibles futuros jefes deseando que les envíes un currículum. Después de licenciarme, no se me ocurrió nada que me apeteciera hacer con aquel trozo de papel. No quería dar clases y, aunque me gustaba escribir, no sentía que guardara en mi interior la Gran Novela Americana. Ni siquiera estaba seguro de querer volver a leer ninguna novela más, al menos durante un buen tiempo. Estaba de Faulkner y Hemingway y Melville hasta la coronilla.
La ballena de marras. No fui capaz de terminarme ese libro.
Sin embargo, a pesar de tener ese trozo de papel, yo pertenecía a la clase de personas que eran invisibles para Fiona. Yo era una hormiga, una abeja obrera, uno de los millones de individuos sin rostro gracias a los cuales el mundo sigue su curso sin sobresaltos y con quienes, por suerte, no hay que pasar demasiado tiempo confraternizando. Fiona sin duda agradecía, ya fuera consciente o inconscientemente, que hubiera gente que construía y renovaba casas, igual que le satisfacía que hubiera quien recogiera la basura todas las semanas. A mí me catalogó junto a los tipos que le desatascaban las ca?erías y que le cortaban el césped (cuando todavía tenía la casa grande) y le mantenían el Cadillac a punto y le arreglaban el retrete cuando la cadena se quedaba enganchada aunque la sacudieras un poco. No parecía impresionarle demasiado que yo contara con mi propia empresa (bueno, de acuerdo, la había heredado de mi padre), ni que tuviera a varios empleados a mi cargo, disfrutara de una buena reputación como contratista, me ganara bien la vida por mí mismo, y que no solo pudiera darles a mi mujer y a mi hija un techo bajo el que cobijarse, sino que además ese techo pudiera construirlo con mis propias manos. La única persona que hubiera podido impresionar a Fiona trabajando con sus propias manos habría sido algo así como el último descubrimiento de los galeristas de moda, una especie de Jackson Pollock del siglo veintiuno cuyos pantalones manchados de pintura fueran la prueba irrefutable de su talento y excentricidad, y no solo de alguien que intenta ganarse la vida.
Yo había tenido muchos clientes como Fiona a lo largo de los a?os. Eran de ese tipo de personas que prefieren no estrecharte la mano por miedo a que la suave piel de sus palmas pueda lastimarse al entrar en contacto con tus callos.
Desde el día en que la conocí, me había costado bastante trabajo hacerme a la idea de que Sheila de verdad fuera hija suya. Aunque sí existía cierto parecido físico entre ambas, en todos los demás sentidos eran dos mujeres muy diferentes. A Fiona nada le importaba más que mantener el statu quo. Eso se traducía en proteger los privilegios fiscales para los más ricos, asegurarse de que el matrimonio entre personas del mismo sexo nunca llegara a legalizarse y duplicar la cantidad de cadenas perpetuas para los ladrones de poca monta.
El horror que sentía Fiona ante el hecho de que Sheila se hubiera casado conmigo solo era equiparable a su desdén por el trabajo de voluntariado que hacía a veces su hija en un bufete de ayuda legal, así como el tiempo que dedicaba, también de forma desinteresada, a las campa?as del senador Chris Dodd, un demócrata.
—?Lo haces porque de verdad te importa? ?O solo porque sabes que vuelve loca a tu madre? —le había preguntado una vez.
—Porque me importa —respondió Sheila—. Volver loca a mi madre no es más que una ventaja a?adida.
Durante el primer a?o que estuvimos casados, Sheila me dijo: