El lado bueno de las cosas

—No lo haré —digo justo antes de salir de casa.

En el garaje me cambio y me pongo la ropa de vestir que escondí ahí a principios de semana: pantalones de tweed, camisa negra con botones en el cuello, zapatos de piel y un abrigo caro de mi padre que hace tiempo que no usa. Después, camino hacia la parada del PATCO de Collingswood y me subo al tren de las 13.45 hacia Filadelfia.

Empieza a chispear.

Me bajo en la estación de Eight con Market, camino a través de la llovizna hacia el ayuntamiento y tomo el tren de la línea naranja con dirección al norte.

No hay mucha gente en el tren, y en el metro no parece que sea Navidad. Pero ni el vapor del olor de la basura que entra en la parada cada vez que se abren las puertas, ni el chico que hace pintadas sentado en el asiento naranja al otro lado del mío o la hamburguesa medio comida que hay en el pasillo me derrumban, porque voy a reunirme con Nikki; el período de separación está a punto de acabar.

Me bajo en Broad con Olney y subo los escalones hacia Filadelfia Norte, donde llueve un poco más fuerte. Aunque recuerdo que me atracaron dos veces cerca de esta parada de metro cuando iba al instituto, no me preocupa, principalmente porque es Navidad y soy mucho más fuerte de lo que era cuando era un estudiante. En Broad Street veo a unas cuantas personas de color, lo que me hace pensar en Danny y en cómo siempre solía hablar de ir a vivir con su tía a Filadelfia Norte cuando saliera del lugar malo, especialmente cada vez que le mencionaba que me había graduado en la Universidad de La Salle, que parece ser que está cerca de donde vive la tía de Danny. Me pregunto si Danny ya habrá salido del lugar malo. Pensar que él pueda estar el día de Navidad en una institución mental me pone muy triste, porque Danny fue un buen amigo conmigo.

Mientras camino por Olney, meto las manos en los bolsillos del abrigo de papá, ya que, debido a la lluvia, hace bastante frío. Pronto veo las banderas azules y amarillas que flanquean las calles de la ciudad universitaria, y esto hace que me sienta triste y a la vez alegre de estar otra vez en La Salle, al igual que cuando veo fotos antiguas de gente que ha muerto o con la que he perdido el contacto.

Cuando llego a la biblioteca, giro a la izquierda y camino dejando atrás las pistas de tenis, donde tomo un atajo pasando por la derecha el edificio de seguridad.

Mas allá de las pistas de tenis hay una colina tapiada con tantos árboles que uno nunca creería que está en Filadelfia Norte si alguien lo llevase hasta allí con los ojos vendados y luego le quitara la venda y le preguntara: ??Dónde crees que estás??.

A los pies de la colina hay una casa de té japonesa, tan pintoresca como fuera de lugar en Filadelfia Norte, aunque nunca he estado dentro tomándome un café (se trata de una casa de té privada), así que tal vez en el interior tiene un aire de ciudad; no lo sé. Nikki y yo solíamos encontrarnos en esta colina, detrás del viejo roble, y nos sentábamos en la hierba durante horas. Sorprendentemente, no había muchos estudiantes que merodeasen por este sitio. Quizá no sabían que estaba ahí. Quizá nadie más pensaba que era un lugar bonito. Pero a Nikki le encantaba sentarse sobre la verde colina y mirar hacia la casa de té japonesa, sentir como si estuviera en algún otro lugar del mundo, algún otro lugar que no fuera Filadelfia Norte. Y si no fuera por las ocasionales bocinas de coches o los disparos en la distancia, habría creído que estaba en Japón mientras me encontraba sentado en aquella colina, a pesar de que nunca he estado en Japón y de que no tengo ni idea de cómo será estar un ese país tan particular.

Me siento bajo un árbol enorme, en un trozo de hierba seca, y espero.

Las nubes de lluvia han ocultado el sol hace rato, pero cuando miro mi reloj, los números marcan oficialmente el atardecer.

Mi pecho empieza a encogerse, me doy cuenta de que estoy temblando y respirando más de lo normal. Me sujeto la mano para ver lo fuertes que son los temblores y mi mano se agita como el ala de un pájaro, o tal vez es como si tuviera calor e intentara abanicarme a mí mismo con los dedos. Trato de pararlo pero no puedo; meto las dos manos en los bolsillos del abrigo de mi padre esperando que Nikki no se dé cuenta de lo nervioso que estoy cuando aparezca.

Se hace oscuro, y luego más oscuro.

Finalmente, cierro los ojos y empiezo a rezar: