El lado bueno de las cosas
Matthew Quick
Para Alicia: la raison
UNA INFINITA CANTIDAD DE DíAS HASTA MI INEVITABLE REUNIóN CON NIKKI
No hace falta que levante la vista para saber que mamá me ha hecho otra visita sorpresa. Siempre lleva las u?as de los pies pintadas de rosa durante los meses de verano y reconozco el estampado de flores de sus sandalias de piel; son las que mamá se compró la última vez que me sacó del lugar malo y me llevó al centro comercial.
De nuevo, mamá me ha encontrado en albornoz, haciendo ejercicio en el jardín trasero sin nadie que me vigile. Sonrío porque sé que le gritará al doctor Timbers y le preguntará que para qué tengo que estar encerrado si luego se me va a dejar solo todo el día.
—?Cuantas flexiones piensas hacer, Pat? —dice mamá cuando comienzo la segunda serie de cien sin haberle dirigido la palabra.
—A Nikki… le gustan… los hombres… con el torso… bien… trabajado —explico, pronunciando las palabras al ritmo de las flexiones y saboreando las saladas gotas de sudor que me entran en la boca.
Es agosto y hace calor; es perfecto para quemar la grasa.
Mamá me observa durante un minuto y lo que me pregunta a continuación hace que entre en estado de shock. Su voz tiembla un poco al decirme:
—?Quieres venir a casa hoy conmigo?
Dejo de hacer flexiones, vuelvo la cara hacia mi madre y la observo a la luz del sol de mediodía. Sé que habla en serio porque parece preocupada, como si estuviera cometiendo un error, y yo sé que esa es la cara que pone mamá cuando ha dicho algo en serio. No está hablando como cuando parlotea durante horas o como cuando no está enfadada o asustada.
—Puedes venir a casa, siempre que prometas no ir a buscar a Nikki otra vez —a?ade—. Vendrás a casa y vivirás con tu padre y conmigo hasta que te encontremos un trabajo y un apartamento.
Continúo con mis flexiones, mantengo la vista fija en la hormiga negra y brillante que me está subiendo por la nariz, pero mi visión periférica también alcanza a ver cómo me cae el sudor y llega al césped.
—Pat, di que vendrás a casa conmigo. Yo cocinaré para ti, podrás visitar a tus viejos amigos y retomar tu vida. Por favor. Necesito que tengas ganas de hacerlo. Aunque solo sea por mí, Pat. Por favor.
Duplico las flexiones, siento mi torso desgarrándose, creciendo… Noto el dolor, el calor, el sudor y el cambio.
No quiero quedarme en el lugar malo, un sitio en el que nadie cree en la esperanza, el amor o los finales felices; un sitio en el que todo el mundo me dice que a Nikki no le gustará mi nuevo cuerpo y que no querrá verme cuando nuestro período de separación haya terminado. Pero también tengo miedo de que la gente que pertenecía a mi antigua vida no esté tan entusiasmada como yo estoy tratando de estar.
Aun así, necesito alejarme de los médicos deprimentes y de las feas enfermeras (siempre cargadas con vasos de cartón llenos de pastillas que parecen interminables) para poder pensar con claridad, y será mucho más fácil tratar con mamá que con estos profesionales. Por eso doy un salto, me pongo en pie y digo:
—Viviré contigo hasta que termine el período de separación.
Mientras mamá rellena todo el papeleo yo subo a mi habitación a darme una última ducha. Luego lleno mi bolsa de lana con mi ropa y una foto enmarcada de Nikki. Le digo adiós a mi compa?ero de habitación, Robbie, que simplemente me mira desde su cama (como hace siempre) mientras se le cae la baba por la barbilla como si fuera miel transparente. Pobre Robbie, con sus escasos mechones de cabello, su cabeza de forma extra?a y su cuerpo flácido. ?Qué mujer podría amarlo?
Me gui?a un ojo. Lo interpreto como que me dice adiós y me desea buena suerte, así que yo le gui?o los dos ojos para desearle el doble de suerte. Imagino que me entiende, ya que gru?e y se toca la oreja con el hombro como hace siempre que comprende lo que estás tratando de decirle.
El resto de mis amigos están en terapia musical; yo no acudo a esa terapia pues ciertas canciones a veces hacen que me enfade. Pienso que quizá deba despedirme de quienes me han hecho compa?ía mientras he estado encerrado, así que miro por la ventana de la clase y veo a mis chicos tocando la pandereta y cantando una de las canciones de los a?os sesenta y setenta que más le gustan a la hermana Nancy. Una canción que a través del cristal de la ventana resulta irreconocible. Veo cómo abren y cierran la boca y cómo mueven la cabeza al ritmo de la música; parecen tan felices que no deseo interrumpir su diversión. Odio las despedidas.
Vestido con su abrigo blanco, el doctor Timbers me está esperando cuando me reúno con mi madre en la recepción, que tiene tres palmeras entre los sofás y los sillones, como si el lugar malo se encontrase en Orlando en vez de en Baltimore.