—No, está lleno. El muro marca el comienzo de la segregación.
Todos los negros están enterrados en estas dos secciones. — Inclina la cabeza hacia la hierba más allá del muro.
Se me revuelve el estómago. No es lo que imaginaba que sería la terapia. Estoy segura de que la terapia de nadie es así. Se envuelve los hombros con el chal y continúa.
—Algunas eran personas esclavizadas que pertenecían al profesorado y se quedaban en el campus para ayudar a construir y mantener la universidad. Otros eran sirvientes o libertos después de que la esclavitud terminara en esta parte de la Confederación. — Suspira y se?ala con la cabeza la hierba más allá el muro—. Ese monumento en el arboreto es el reconocimiento bonito, el educado.
Pero ?la sangre? La sangre está enterrada aquí.
—?Por qué no hay…? —Trago saliva, sin querer nada más que huir de este lugar que resulta demasiado doloroso, demasiado horrible.
—Casi todas las tumbas están sin marcar. La gente usaba piedras o cruces de madera, lo que fuera que pudieran pagar o consideraran digno. Algunas todavía tienen un poco de yuca o bígaro, o un árbol que se nota que se ha plantado de manera deliberada —dice mientras se?ala las plantas esparcidas por la hierba—. Sospecho que lo hicieron las familias y los miembros de la comunidad. En los ochenta, la gente utilizaba esta sección para aparcar en los partidos de fútbol, así que quién sabe lo que se destruyó entonces. No hace mucho, hicieron un estudio de preservación con una especie de radar. Encontraron casi quinientas tumbas sin marcar en el suelo en estas dos secciones y en la del otro lado del muro, pero eso podría habérselo dicho cualquier médium.
Sonríe, con un poco de picardía en los ojos. Atraviesa una abertura en el muro y se adentra con cautela en la hierba, dándose la vuelta cuando se da cuenta de que no la sigo. Me quedo mirando la tierra bajo nuestros pies.
—?Quinientas tumbas?
—Así es.
Trago.
—?Tengo que caminar por la hierba? Podría pisar la tumba de alguien.
—Lo harás. —Patricia se gira con una sonrisa—. Pero los reconoceremos. Les daremos las gracias.
Resoplo y suelto un largo suspiro, luego sigo sus pasos e imagino que tal vez sabe dónde están las tumbas y las ha evitado para las dos. Nos detenemos en un tramo de hierba sin marcar.
—Aquí están enterradas dos de mis antepasadas —dice sin más, como si acabase de explicarme dónde encontrar un vaso en un armario. ?Aquí se guardan las copas. Aquí están las tazas?. Se sienta con las piernas cruzadas sobre la larga falda.
Por instinto, doy un paso atrás, pero me mira con una ceja levantada.
—Siéntate.
Me arrodillo con cuidado. La hierba recién cortada es cálida y me pincha las piernas desnudas. Me siento con las piernas cruzadas frente a ella mientras abre la bolsa de terciopelo que lleva y coloca unas cuantas piedras en el suelo entre las dos; una de color verde brillante con la forma de pu?o peque?o y nudoso, una piedra de color púrpura y blanco con algunas puntas rocosas, una amatista, creo, y un cuarzo ahumado. Para mi sorpresa, coloca otros objetos en el suelo, unos que nunca esperaría llevar a una tumba: una bolsa más peque?a con un poco de fruta dentro, un plato con pan de maíz y una taza vacía que llena de té.
—No sé quiénes son mis antepasados, no más allá de mi bisabuela.
Patricia se encoge de hombros.
—Muchas personas negras en Estados Unidos no conocen a su gente más allá de cuatro o cinco generaciones, no saben nada de los nombres anteriores a finales del siglo . ?Por qué habrían de
hacerlo? No es como si hubiéramos heredado detallados registros familiares cuando nos liberaron.
Sigue acomodando las ofrendas, sin mirar en mi dirección.
Me invade una agria sensación de traición, parecida a la que sentí al mirar el Muro de la Orden.
—Ni siquiera conocí a mi abuela.
Inclina la cabeza hacia mí, con una expresión de curiosidad.
—?No conociste a tu abuela?
Se me pone la piel de gallina.
—No.
—?Murió antes de que nacieras?
—Sí.
—?No tienes tías por parte de madre? ?Tías abuelas?
—No.
La frustración chispea dentro de mí, como si alguien hubiera acercado una cerilla a mis entra?as y estas se hubieran convertido en fuego. De repente, siento la piel demasiado tensa en todo el cuerpo. Los pelillos de la nuca se me levantan. Se me nubla la vista. No necesito que me recuerden lo sola que estoy. Lo perdida que estoy.
—Bree, respira. —Habla en voz baja, pero la orden es firme—.
Respira despacio por la nariz.
La oigo hablar, pero su voz me llega desde muy lejos. Hago lo que dice hasta que el corazón se me ralentiza, pero sigo con la garganta cerrada. Tengo que aclararla dos veces para que me salgan las palabras.
—Entonces, ?qué hacemos aquí?
Sonríe.
—?Confías en mí?
Parpadeo.
—Eso es lo que suele decir alguien cuando está a punto de hacerle algo raro a otra persona.
Sonríe.
—No me importa lo raro si a ti tampoco.
Pienso en todo lo que me ha pasado en la última semana.
—Tengo mucha tolerancia para lo raro.
—Sigamos, pues. —Se levanta y cruza las manos en el regazo —. Como sabes, hay una energía invisible a nuestro alrededor por todo el mundo, que solo algunos conocen. Algunas de esas personas la llaman magia, otras la llaman éter, otras, espíritu, y nosotras la llamamos raíz. No hay una sola escuela de pensamiento sobre la energía. ?Es un elemento? ?Un recurso natural? Yo creo que es ambas cosas, pero un practicante de la India, de Nigeria o de Irlanda tal vez no esté de acuerdo. La única verdad universal sobre la raíz es quién, o qué, puede acceder a ella y cómo. Los muertos son los que tienen más acceso a la raíz y las criaturas sobrenaturales son las que poseen la siguiente conexión más cercana, pero ?los vivos? Los vivos deben pedir prestada, negociar o robar la capacidad de acceder y usar esta energía. Nuestro pueblo, las rasanas, toma prestada la raíz de manera temporal, porque creemos que la energía no nos pertenece. —Agita una mano sobre las piedras y la comida—. Hacemos ofrendas a nuestras antepasadas para que compartan la raíz con nosotras durante un tiempo. Luego, una vez devuelta, les damos las gracias por hacer de puente hacia su poder. Esta es la filosofía común de nuestra práctica. Más allá de eso, las familias tienen sus propias variaciones y versiones. Así ha sido siempre, y así es.
—Dijiste que no sabías cómo practicaba mi familia.
—No lo sé. En tu circunstancia, parece que la forma de tu familia ha desaparecido. Lo único que puedo hacer es introducirte en el arte tal y como lo entiende mi familia, mediante mi forma de compartir las verdades.
Tiene sentido, pero…
—?Para qué usas la raíz?
Cuando Patricia me mira, siento un calor suave y difuso en las mejillas y la nariz, como la luz directa del sol.
—Dame las manos y te lo ense?aré.
Al hacerlo, siento por un instante su piel, cálida, seca y suave, antes de que el mundo que nos rodea se retuerza y desaparezca.
Parte 3
Raíces