Legendborn (Legendborn #1)

No es muy específico, pero tal vez estaba en la enfermería, cerca de oídos ajenos. Los mensajes son más de lo mismo.

Había intentado encontrarme. Se había preocupado. Me había llamado B.

De repente, siento vergüenza, como si leer sus palabras y dejar que me inunden así fuera embarazoso. Alice se ha ido, pero estoy sentada en mi cama y me siento expuesta. Y reconfortada. Bien.

Mareada. Sin ninguna razón.

Quizá por eso el último mensaje, enviado a las 2:32 de la madrugada, me resulta tan alarmante:

Tienes que renunciar. He estado fuera demasiado tiempo y las cosas están peor de lo que pensaba. Averiguaré lo que le pasó a tu madre. Lo juro.

Después de todo lo que he visto, estoy tentada de aceptar la oferta. Sin embargo, si su gente está en guerra, ?en qué posición de la lista de prioridades estará mi misión? Mis dedos vuelan por la pantalla.

No renunciaré.

Lo veo escribir. Parar. Volver a empezar. Parar. Entonces: Suponía que dirías eso.

Sonrío.

Envía otro mensaje.

La división organiza una cena en la logia esta noche a las seis.

Quieren que vayan todos los pajes. Ven una hora antes. Hay una habitación donde podemos hablar en privado.

Una sensación reconfortante ?sin motivo? me recorre el pecho.

Vale, sin problema.

Claro, necesitamos un lugar privado en la casa semisecreta de la sociedad secreta para hablar de nuestra asociación supersecreta de infiltración y reconocimiento.

Muy razonable.



*

Patricia Hartwood me envía un mensaje en cuanto llego a la primera clase.

?Hola, Bree! Soy la doctora Hartwood. Tu padre ha dispuesto que nos reunamos de manera regular a partir de hoy. ?Qué te parece si quedamos en algún lugar del campus? ?Hace un día precioso!

Suena bien. ?Dónde?

?Qué tal en el arboreto a las dos después de tu clase de plantas del Piamonte? Es perfecto. ?El arboreto después de botánica!

El humor por mensaje de los adultos es lo peor.

Vale.

No digo nada más, pero por dentro me muero por conocerla. ?Y

si es la clave para desentra?ar el misterio de mi madre?



*

Alice tenía razón. Plantas del Piamonte es una clase para vaguear.

El profesor se ha sentado en un rincón para jugar con el móvil mientras ?veíamos? un vídeo educativo de cincuenta y cinco minutos de duración que, según él, nos ayudaría a prepararnos para el examen de la semana siguiente. Luego nos ha dejado salir temprano sin ninguna razón en particular, así que he llegado al arboreto antes de la hora de la cita.

Es mucho más grande de lo que pensaba. El cartel del herbario dice que alberga más de quinientos ejemplares y especies. A mi madre le habría encantado. Mientras camino, imagino a una versión más joven de ella viniendo de visita entre clases para cortar esquejes en secreto y guardárselos en el bolso. Doblo una esquina y dejo de fantasear.

Una mesa de granito negro se encuentra en medio de una galería tranquila; bajo ella, gotea un chorro constante de llama mística.

Es más fina que las gruesas cintas que se me enrollaron en los brazos en la ducha y mucho más ligera. De color amarillo pálido en lugar de carmesí intenso.

La mesa se encuentra en medio de un círculo de tierra y mantillo marrón oscuro y negro. Debajo, unas figuritas de bronce se elevan hacia el grueso tablero de granito, como si sostuvieran el peso. Las figuritas están escalonadas en filas que desaparecen bajo la losa, lo que da la impresión de que hay más cuerpos levantando la mesa de los que se ven a simple vista. Entre los brazos y las piernas de las figuras, se cuelan volutas de éter que se extienden por la tierra húmeda como una niebla dorada.

—Han puesto la mesa para la gente que quiere leer, estudiar o descansar. Sin embargo, me resulta difícil sentarme sin entristecerme.

La voz viene de un rincón escondido de la galería.

Una impresionante mujer negra con rastas encanecidas está sentada en un banco de piedra, con un almuerzo tardío extendido en el espacio vacío a su lado. Lleva un chal de brillantes dibujos con borlas alternas de color burdeos y amarillo en los hombros. Sus ojos son del color de la tierra cálida y rica, y su rostro ovalado es de un marrón intenso. Me mira desde detrás de unas gafas amarillas relucientes con montura de cuerno. No sabía decir qué edad tiene, porque las mujeres negras son mágicas. Podría tener cuarenta o sesenta a?os, o cualquier número intermedio.

—Usted es…

—La doctora Patricia Hartwood. —Esboza una amplia sonrisa.

Me hace sentir más ligera, más luminosa—. Debes de ser Bree.

Estudio a la mujer como si el simple hecho de examinar su rostro me acercara de algún modo a mi madre. Como si hubiera un trozo de ella que desconozco escondido en sus ojos. Una migaja de vida aún conservada en alguien que la conoció de una manera que desconozco. Me doy cuenta de que estoy desesperada y demasiado ávida por lo que pueda darme.

Me devuelve la mirada con calma, como si supiera lo que pienso. Vuelvo a mirar la mesa.

—?Por qué la entristece?

—Fíjate bien.

Camino entre dos de los asientos de piedra hasta quedar a menos de treinta centímetros de la losa. Cuando me agacho, la llama del mago asciende en nubes cálidas alrededor de mis tobillos.

Las figuras no son idénticas, como había supuesto desde lejos, pero tienen algunas cosas en común. Pelo rizado natural. Narices anchas y fuertes. Labios carnosos.

Gente negra.

Todas son personas negras.

Personas negras que levantan la losa redonda como un centenar de Atlas que sostienen el mundo. Algunos de los hombres llevan camisas largas y pantalones. Otros tienen el torso desnudo y los músculos de bronce se tensan en el estómago y los bíceps. Las mujeres con faldas levantan un peso imposible. Sus pies están enterrados en el barro y, aun así, empujan.

Me falta el aliento y hablo con un hilo de voz.

—?Qué es esto?

—El monumento conmemorativo a los fundadores no reconocidos. La manera de la UNC de reconocer a los esclavos y los siervos que construyeron este lugar —dice, con una voz que oscila entre el orgullo y el desprecio—. Tenemos este monumento, supongo que es mejor que nada. Un regalo simbólico. No carece de importancia. Pero ?cómo voy a sentirme en paz si cuando lo miro veo que siguen trabajando?

Sé lo que quiere decir. Este tipo de conocimiento es un peaje caro de pagar. No puedo olvidarlo solo porque el precio sea alto.

Sin embargo, a veces tenemos que guardarnos los recordatorios para alzarnos contra ellos ma?ana.

La doctora Hartwood se incorpora en el banco.

—Pero este no es el tema de la sesión.

Me levanto, aunque me cuesta alejarme del monumento, ahora que sé qué y a quién representa. También me resulta difícil apartarme de la extra?a llama mística. ?Por qué se acumula aquí el éter? Hago una nota mental para preguntarle a Nick al respecto.

Al final, desvío la mirada.

—Supongo que mi padre le ha hablado de mí.

—Está muy orgulloso. —Su sonrisa me recuerda a la de mi madre. Arrugas por la risa en las comisuras. Un pintalabios a juego con el chal—. Me dijo que eras brillante. Más que eso, sabia.

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