Las paredes de piedra del vestíbulo de tres pisos de altura se extienden hasta unas vigas expuestas. A ambos lados cuelgan cuadros con marcos de pan de oro y pesados tapices de colores marrones y negros. En la entrada que tenemos delante, hay apliques de hierro auténticos, pero en lugar de llamas detrás de las cúpulas de cristal, hay bombillas Edison antiguas. Dos escaleras gemelas flanquean el suelo de mármol blanco como la porcelana y se curvan hasta un balcón abierto que conecta las dos alas de la segunda planta.
En Bentonville no hay casas como esta. La gente normal no tiene casas así. Al menos, no en mi mundo. Mis padres habían reformado una vieja casa de dos pisos de los setenta y nos habíamos mudado allí hacía ocho a?os. Casi todo lo que tenemos alrededor son granjas rurales heredadas de abuelos y bisabuelos, o barrios de clase media llenos de viviendas antiguas que se parecen a la mía.
Mientras lo contemplo todo boquiabierta, la chica me mira por encima del hombro con una sonrisa con hoyuelos.
—Soy Sarah, por cierto. Todo el mundo me llama Sar.
Le devuelvo la sonrisa.
—Encantada de conocerte.
Sarah abre una puerta oculta bajo la escalera de la izquierda. El salón es circular, igual que la torre de piedra de arriba. Hay cuatro mesas redondas en el centro de la habitación, cada una con un tablero de ajedrez de madera y mármol incrustado en el centro, y un sofá de cuero frente a una chimenea junto a la ventana. Esboza una sonrisa cauta pero educada y cierra la puerta. Me quedo sola.
Recorro la sala mientras espero y estudio los marcos de las paredes. Justo enfrente de la puerta hay dos retratos destacados colgados uno al lado del otro bajo un par de lámparas de latón. El primero es un hombre de cejas pobladas que mira con ojos azules inflexibles. Jonathan Davis, 1795. El siguiente retrato se pintó hace mucho menos tiempo. Doctor Martin Davis, 1995. El antepasado de Nick y su padre. Por supuesto. La Orden debe de ser la organización a la que su padre quiere que se una. Al igual que Nick, el Martin del retrato es alto y ancho de hombros, pero tiene los ojos de un azul profundo, casi negro. En lugar de los mechones rubios como el sol y la paja que adornan la frente de su hijo, tiene el pelo grueso y rubio oscuro, cortado cerca de las sienes.
Me muerdo el labio y ordeno la información en la pila de mi cabeza. Los montones ya no me sirven. Necesito cajones y armarios. Lugares organizados para a?adir nuevos detalles que me parezcan importantes, como el hecho de que, aunque Nick parece despreciar a Sel, y quizá incluso a la propia Orden, sus retratos familiares están exhibidos en un lugar evidentemente honorífico.
Otra imagen me llama la atención. A la izquierda de Jonathan, hay una antigua ilustración en blanco y negro en un pergamino amarillento detrás de un cristal de cinco hombres, con largos chalecos aristocráticos de mangas blancas abullonadas, de pie alrededor de una mesa en un salón. La placa de bronce que hay debajo incluye un breve párrafo:
?Pioneros de Gran Breta?a, los fundadores de la división colonial de la Orden de la Mesa Redonda de Carolina fueron Stephen Morgan, Thomar Johnston, Malcolm MacDonald, Charles Henry y Jonathan Davis. 1792?.
La placa incluye breves biografías de los hombres y sus logros.
Sirvió en la legislatura. Vicegobernador. Barón del tabaco.
Copropietarios de uno de los mayores complejos de plantaciones del Sur.
Otra vez el zumbido.
La puerta se abre y me doy la vuelta con la mirada más agradable que me sale. Aquí es donde el plan se tambalea; no tengo ni idea de lo que Nick habrá dicho por teléfono, así que me preparo para la respuesta de Sarah.
Por la mirada que tiene, he acertado con la apuesta.
—Nick está en camino. ?Quieres tomar algo? ?Café? ?Agua?
?Vino?
—No, gracias. ?Te ha dicho cuánto tardará?
—Unos diez minutos. Vive fuera del campus, pero no está lejos.
—Apoya el peso en un pie y luego en el otro, como si se sintiera obligada a hacer de anfitriona, pero no supiera cómo. Al final, murmura un ?vale? y se escapa por la puerta.
La primera parte del plan está completada. Me dejo caer en el sofá de cuero y espero a la segunda.
*
Diez minutos después, la parte dos irrumpe en la habitación, con las mejillas enrojecidas como naranjas sanguinas. Nick cierra de un portazo y me alcanza en dos pasos.
—?Qué narices haces aquí? —Su habitual mirada amable me fulmina como un rayo azul. La fuerza que emana y el ímpetu de su rabia me hacen retroceder hacia los cojines.
—Llamar tu atención.
Me evalúa y su pecho se eleva acelerado, como si hubiera venido corriendo.
—Tenemos que irnos. Ahora mismo, antes de que llegue nadie.
Sobre todo, Sel. —Se inclina para agarrarme del codo—. Vamos.
Me es imposible no levantarme cuando tira de mí, pero no se lo pongo fácil. Me resisto y tira más fuerte.
—Suéltame. —Aparto el brazo de malas maneras. Antes de que intente tocarme de nuevo, doy un paso al frente para invadir su espacio y obligarlo a retroceder. Funciona y da dos pasos tambaleantes hacia atrás.
Tomo aire con decisión. Los corazones rotos tienen la capacidad de desnudar el vocabulario hasta dejar solo la crudeza de un esqueleto. No quiero que la Bree de después aparezca y convierta la conversación en una explosión de lágrimas, así que he preparado una confesión con el menor número de palabras posible: —Mi madre murió hace tres meses.
Nick parpadea y una consternación confusa supera a la furia por un instante, antes de que su expresión se sitúe en un punto intermedio entre las dos emociones. La mayoría de la gente responde de inmediato, suelta un ?lo siento? o un ?vaya?. Nick no.
Eso hace que me guste más de lo que debería.
—Bree, eso es… —tartamudea y por su respuesta imagino que no lo entenderá. Que no ha perdido a nadie cercano y que, por tanto, no será capaz de entenderlo. De todos modos, sigo adelante.
—Fue un accidente de coche. Colisión con fuga. En el hospital, nos llevaron a mi padre y a mí a una sala donde había un policía y una enfermera que nos contaron lo que había sucedido. —Aquí empieza lo difícil. El pánico burbujea. Pasa rápido—. Al menos, eso creía. Ayer, recuperé un recuerdo. Solo fue un fragmento, pero suficiente para saber que el policía era un merlín. Nos hechizó, a mi padre y a mí, para olvidar algo que pasó esa noche. Si supiera toda la historia, tal vez… —Se me quiebra la voz y trago otra vez—.
Necesito saber qué pasó y por qué nos lo ocultaron. Necesito que me ayudes.
Nick se da la vuelta y se frota la boca con una mano.
—?Nick?
—Estoy pensando. —Se pasa las dos manos por el pelo.
—No pareces sorprendido.
Suelta una risotada vacía.
—Porque no lo estoy.
Aprieto la mandíbula.
—Necesito que me ayudes.
Se queda callado tanto tiempo que comienzo a pensar que se dará la vuelta y se irá. Que me echará de verdad. Llamará a seguridad, como en las películas. Entonces, cierra los ojos, suspira y habla.
—Los merlines son los hechiceros de la Orden. Tienen una gran afinidad con el éter; son prácticamente como supersoldados. Los entrenan desde que nacen, les asignan un puesto y los envían a misiones para cazar sombríos errantes, mantener a los comunes a salvo, cerrar puertas…
Se me corta la respiración. Una misión.
—No nos dejaron ver el cuerpo. ?Podría haberla atacado un demonio?
Nick no parece convencido.