El corazón me palpita en los oídos; tropiezo y me caigo. Una flecha de dolor me sube por las palmas de las manos hasta los codos.
Nick saca un delgado bastón plateado de una vaina que lleva enganchada en la espinilla. Se pone en cuclillas y arroja el bastón hacia abajo con un movimiento cortante. El bastón se convierte en una hoja fina y afilada.
Un arma oculta. Igual que la de Tor.
Nick da vueltas a la espada en la empu?adura. En la parte superior del arco, un peque?o guardamano de plata en forma de cruz asoma por encima de su pu?o.
La criatura se impulsa con las poderosas patas traseras para saltar y Nick la esquiva; le hace un corte en las costillas en el proceso. Aterriza y agita la cola. Nick se agacha y esquiva por los pelos la punta cubierta de púas.
Los dos bailan más rápido de lo que mi vista es capaz de distinguir. Nick lanza un tajo. La criatura le clava unas garras de punta negra en el pecho. Nick le rasga el cuerpo y una luz enfermiza brota de su piel.
Se rodean mutuamente y ambos jadean con fuerza. Entonces, el patrón se rompe.
Nick retrocede y la criatura lo sigue. Agacha la barbilla y da otro paso calculado hacia atrás, pero termina en un callejón sin salida entre edificios.
No tiene escapatoria.
Está atrapado y ni siquiera se da cuenta.
La criatura toma impulso con las patas traseras…
Sin pensar, me levanto y grito.
—?Eh! ?Estoy aquí!
Nick me mira al mismo tiempo que las orejas de la criatura se mueven para seguir mi voz.
—?No! —grita, pero es demasiado tarde. Corro y la cosa me persigue. Pivoto y salgo disparada en perpendicular a su camino.
Por el rabillo del ojo, veo que cambia de dirección para seguirme.
Es rápida. Los dientes chasquean detrás de mí, a menos de un metro de distancia. Aprieto la mandíbula y acelero. Más rápido. Más rápido. Un aullido de dolor; no es mío. Un fuerte golpe.
No puedo evitar mirar.
La espada de Nick se entierra a medio metro de profundidad en la columna vertebral de la criatura abatida. El cuerpo se estremece y sufre espasmos; la espada tiembla con él. Las patas delanteras de la criatura se extienden hacia mí. Están muy cerca.
Nick la ha atravesado en pleno salto. Si hubiese tardado un milisegundo más…
—?Atrás!
En un solo movimiento, la criatura que creía muerta se apoya en las extremidades y salta. Levanto los brazos. Gru?e cuando la espada incrustada interrumpe su ataque. Chasquea las mandíbulas, la saliva negra salpica el aire y caigo al suelo.
Me arden las manos y los brazos.
Alguien grita.
Creo que soy yo.
El mundo se desvanece en negro y fluye como tinta hacia el centro de mi visión.
Lo último que veo es a Nick, que arranca la espada para clavarla en el cráneo de la criatura.
7
Las voces aparecen y desaparecen a mi alrededor.
—?Qué ha pasado?
—Saliva de un sabueso infernal.
Siento como si tuviera la cabeza hundida debajo del agua.
—?En el campus? ?Corpóreo? Imposible.
—?Ayúdame a subirla a la mesa!
Caigo. Caigo al frío y a la oscuridad. Las voces se alejan.
—?Quién es? El éter no es para los comunes. Si…
—Le corroerá los huesos. Hazlo. Ya.
*
El agudo y rítmico trino de los grillos me taladra el cráneo.
Abro los ojos y me encuentro un techo blanco adornado por anchas vigas de madera expuestas y un ventilador de techo que gira en círculos. Intento incorporarme y fracaso estrepitosamente.
No me responden los brazos.
—Estás bien. —Una palma suave me aprieta el hombro.
Nick retira la mano. Está de pie junto a la cama, con una manga de la sudadera con capucha hecha jirones.
Una sábana blanca me cubre el resto del cuerpo, pero, debajo de ella, siento un intenso picor en toda la longitud de los brazos que se extiende hacia los hombros. Con un movimiento torpe, descubro una extremidad y me entra el pánico. Gruesas capas de gasas me envuelven el brazo derecho desde los nudillos hasta el codo. Tiro del hombro izquierdo hacia atrás para confirmar lo que el picor ya me confirma, pero la sábana se me engancha.
—Cuidado —advierte Nick y aparta la tela para que vea el otro brazo, que lleva una venda idéntica—. Te has hecho da?o.
—?Dónde estoy? —digo con la voz ronca. Siento la garganta como papel de lija al que le han prendido fuego.
—Te he traído a nuestro sanador. —Alcanza el vaso de agua, del que asoma una pajita doblada, que hay en la mesita a su lado y me lo acerca. Es raro y me siento como una cría. No obstante, tengo mucha sed, así que lo acepto.
En realidad, no ha respondido a la pregunta y estoy segura de que lo sabe, pero existen otras maneras de descubrir dónde estoy.
La habitación es cómoda, como un refugio de monta?a de lujo, pero el edificio parece muy viejo. Hay muebles y papel de pared en tejidos pesados y texturas que ya no se usan en las casas modernas. Techos altos y suelos de madera de caoba de tablas anchas. A mi derecha, un sillón tapizado debajo de una ventaja alta ligeramente abierta, por la que se cuelan los chirridos nocturnos de los grillos. No se ven luces al otro lado del cristal. En la distancia, se oye cómo la torre del reloj ta?e los Cuartos de Westminster. Las notas iniciales de la melodía se oyen con claridad, pero tampoco demasiado cerca. Así que no estamos lejos del campus.
Termino de beber. Nick deja el vaso donde estaba y, con expresión solemne, se sienta en el sillón junto a la ventana. Ya no se parece en nada al chico que conocí delante de Lenoir.
—?Qué recuerdas?
Frunzo el ce?o y las imágenes me vienen en rápidos destellos.
La luz en el cielo. Correr. Nick con una espada. Un monstruo. Lo miro a los ojos un segundo.
—Lo mataste.
Asiente.
—Lo maté.
La torre marca la hora. Una. Dos.
—Me salvaste.
Tres.
Me sostiene la mirada. Cuatro. Asiente otra vez. Cinco.
Una revelación, clara y real, incluso antes de pronunciarla en voz alta.
—Eres un legendborn.
Ladea la cabeza.
—Sí. ?Eres una paje nueva? William ha dicho que no te conocía.
Niego con la cabeza. Siete.
Frunce el ce?o y estudia mi expresión.
—Pero viste al sabueso infernal.
Cuando la torre marca las ocho, Nick se queda quieto como una estatua.
No sabría decir quién está más pasmado, si él o yo. Analizamos los rasgos del otro, como si fuéramos a encontrar el siguiente paso de la conversación escrito en nuestra piel. Nueve. Diez. Solo veo las duras líneas de su mandíbula y sus ojos, grandes y cautelosos.
Los mechones de su pelo pajizo aún están oscurecidos por el sudor. Once. Silencio.
Las once. Apenas han pasado tres horas desde que nos conocimos. Estamos cerca del campus. En una casa histórica, tal vez. Voy acumulando las pistas.
Entrecierra los ojos mientras especula.