Legendborn (Legendborn #1)

?Protege a mi nieta, Se?or, por favor…?

??Ahora no!?, pienso, tan fuerte como puedo, porque el diablillo que he herido sigue revoloteando por el barranco. Da la vuelta y vuela hacia mí. Es la primera vez que veo uno de frente. Tiene unos cuernos largos y curvados como los de una cabra montesa y los ojos verdes y brillantes. Me coloco en una postura abierta. Espera.

Espera.

?El Se?or es mi pastor…?.

—?Ahora no, abuela! —grito en voz alta y lanzo un tajo hacia abajo con todas mis fuerza; parto en dos al diablillo desde el hombro hasta la cadera. Ambos lados caen de nuevo en el barranco.

Empujo a la abuela Charles a una habitación vacía de mi casa mental e imagino que cierro bien la puerta para concentrarme, luego me vuelvo hacia Fitz.

El último diablillo le ha clavado las garras en los hombros y se cierne detrás de él, donde no lo alcanza con la espada. Suelta el arma y, con la cara y el pecho ensangrentados, se echa la mano al hombro para intentar agarrarlo de los tobillos. Es inútil. Antes de que dé un paso más para ayudarlo, el diablillo se ríe, un sonido como de clavos en una tabla, y se alza, arrastrando a Fitz con él.

Observo, horrorizada, cómo los pies de Fitz abandonan el suelo.

El diablillo se inclina hacia la izquierda y arrastra su peso hacia el barranco. Corro y llego a donde él estaba hace un momento. Justo a tiempo de ver el terror en su cara cuando el diablillo suelta un pie.

—?Fitz! —grita Evan, pero es inútil.

Fitz grita. El diablillo lo suelta.

Cae.

Hay un latido de silencio, luego un golpe pesado, húmedo y punzante, y silencio de nuevo.



*

Se me ha apagado el cerebro.

Intenta procesar lo que tiene delante en el barranco, pero no puede.

Las extremidades de Fitz, sueltas y flácidas, le cuelgan de las caderas y los hombros, pero su pecho ha desaparecido. No está.

En su lugar, una punta de roca roja y brillante sobresale del cuerpo como una lanza.

Me veo levantar la espada como si observase la escena en la distancia. El diablillo, que sigue planeando, sonríe con la doble hilera de dientes afilados y ataca de nuevo con las garras extendidas.

Deslizo los pies hacia la izquierda. No me alcanza.

Le clavo el filo de la espada en la espalda y lo corto en dos mitades, una superior y otra inferior. Muere al chocar con la pared y hundo la espada en la piedra tras él.

Sujeto la empu?adura, con los pulmones agitados y los ojos ardiendo por las lágrimas. Quiero soltarlas, pero no puedo. Todavía no. Caigo de rodillas.

Evan se levanta despacio hasta ponerse de pie, con el rostro desencajado.

—Está muerto.

El blanco de los ojos le brilla mientras mira con horror la sangrienta escena que nos rodea.

Mi cerebro se vuelve a poner en marcha. Respiro hondo y desbloqueo los dedos para arrancar la espada de la pared. La mitad superior del diablillo cae con un fuerte chapoteo que me revuelve el estómago.

Ambos vemos cómo el brillo de la espada de su descendiente se apaga hasta desvanecerse sin nadie que la empu?e. Un latido más tarde, la espada de Evan, que sigue en el suelo, también desaparece.

El escudero se acerca, a contraluz de mi linterna que sigue caída, y me ofrece una mano.

La acepto en automático y me levanto.

—Está muerto —repite, aturdido. Su armadura desaparece ante nuestros ojos.

—Lo sé —susurro, aunque no tengo ni idea. No sé lo que se siente al ver morir a tu descendiente delante de ti. ?El juramento te castiga? ?Habrá sentido el dolor y el miedo de Fitz?

Mientras vuelvo a envainar la espada, una fría certeza se desliza en mi mente. Davis ha abierto una puerta. Tal vez no haya matado a mi madre, pero sí ha asesinado a Fitz.

No más muertes.





52

Evan me pasa la linterna con mano temblorosa.

—Tenemos que seguir avanzando.

Lo miro a los ojos, decididos en su rostro familiar. Esta vez tomo la delantera, linterna en mano, aunque me tiemblan los dedos que la sostienen.

Caminamos unos minutos más. Tardo ese rato en volver a respirar con normalidad, aunque la situación no tiene nada de normal. Miro y apunto con la linterna al goteo lejano del agua y la sombra de cada piedra.

—Eran diablillos, ?verdad? ?Isels? —pregunto con la esperanza de llenar el silencio. Con el deseo de que hablar evite que el corazón se me salga del pecho.

—Sí —responde Evan, con la voz entrecortada.

—?Por qué no eran invisibles?

—Estamos bajo tierra. El éter es más rico cerca de la tierra. Aquí abajo, los sombríos son más poderosos que en la superficie. Más difíciles de matar.

Asiento, aunque no me vea hacerlo.

—Tiene sentido.

Unos quince metros más adelante, hay otro giro a la izquierda.

—Hay un giro —informo.

Alumbro con la linterna hacia abajo para mantener el camino a la vista y evitar que sigamos recto y caigamos por el borde. Por eso veo que la grava del camino, que antes era arenosa y casi plana, se ha transformado en trozos más pesados y redondos.

—Cuidado con el suelo, hay piedras sueltas.

Camino despacio y cada paso mueve un poco de terreno antes de que el pie se asiente. Me detengo para recuperar el aliento y me vuelvo hacia Evan, que camina unos dos metros por detrás de mí.

Hasta que no me doy la vuelta para seguir avanzando, no caigo en la cuenta de que, mientras mis pies hacen temblar y crujir las rocas, los de Evan no producen ningún ruido.

Si la cueva no hubiera estado tan silenciosa, nunca me habría dado cuenta.

Vacilo en el siguiente paso y tengo que agarrarme a la pared para mantenerme en pie.

?Goruchel?.

?Imitadores consumados?.

—?Estás bien? —pregunta.

?Facilita la artima?a humana?.

El corazón me late tan fuerte que apenas soy capaz de formar las palabras para responder. Es imperioso que responda. Me separo de la pared.

—Sí, me he resbalado. —La voz me suena hueca y débil, pero espero que no detecte la mentira. Rezo para que no detecte la mentira.

Quiero correr. Correr lo más rápido como pueda. En lugar de eso, sigo delante y me obligo a mantener un ritmo constante mientras ignoro el creciente temor en el estómago. Dado que estoy concentrada en no correr y no revelar lo que sé, resbalo de verdad y caigo sobre una rodilla.

Esta vez, cuando Evan extiende una mano hacia mí, mi cuerpo retrocede sin permiso. Es puro instinto. Levanto la vista hacia sus ojos azul oscuro y veo cómo se ilumina en ellos una pizca de astucia.

—Estoy bien —digo y me rio. Una risa que suena tan falsa que nadie la creería. Me levanto y sigo caminando, esta vez un poco más rápido.

Me deja avanzar unos pasos.

—Ay, Bree.

—?Sí? —gimo sin dejar de moverme.

De repente, tengo su boca en mi oído.

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