—?Vienes, Matthews? —llama Fitz. Evan y él están al otro lado del umbral, con los rostros iluminados y los cuerpos ya en la sombra.
—Os sigo —digo y doy un paso adelante, al interior de la tierra.
51
El olor a podrido es abrumador. Me quema las fosas nasales, así que me subo la camiseta por encima de la nariz para aliviarme. La ausencia de las mangas en los antebrazos me hace desear tener un abrigo; hace mucho frío aquí abajo.
Los demás ya han elegido un túnel, así que, cuando llegamos a la peque?a antecámara, tomamos el más alejado a la derecha.
Caminamos con las linternas orientadas hacia abajo casi todo el tiempo, con algún destello ocasional hacia adelante que no es que ayude mucho. Creo que el túnel se desvía vagamente a la izquierda. Cuesta concentrarse cuando el techo a veces desciende hasta justo por encima del pelo de Fitz y otras veces se eleva en columnas empinadas y vacías hacia ninguna parte. A menudo, los enormes hombros del descendiente rozan la pared pero, durante la mayor parte del trayecto, el túnel tiene un metro de ancho. Los pasos producen un sonido crujiente y rasposo en la grava que pisamos. El sonido de agua que gotea nos llega desde algún lugar fuera de la vista. Deduzco que de ahí viene el moho. Su presencia es constante, verde intenso, negro y resbaladizo. Caminamos durante veinte o treinta minutos, casi siempre en silencio y en fila india. Fitz va en cabeza, Evan en el medio y yo en la retaguardia.
Es un alivio que Vaughn me advirtiera de que no trajera la lanza.
Ni siquiera cabría en esta parte del túnel.
—?Dónde creéis que estamos? —Mi voz rebota en un eco fuerte y discordante en el estrecho espacio.
Fitz gru?e.
—No estoy seguro. Los túneles no van en línea recta. Se tarda unos quince minutos en llegar al límite del campus por encima del suelo y otros quince más o menos hasta la torre.
No soy claustrofóbica, pero la idea de entrar y salir de espacios estrechos y oscuros durante otros veinte minutos, como mínimo, si vamos por la ruta directa, hace que el corazón me palpite en los oídos. El sonido casi bloquea el goteo del agua.
—?Crees que Davis abrirá de verdad las puertas de aquí abajo?
—pregunta Evan a su descendiente—. Si lo hace y Arturo no llama a Nick, los dos quedarían atrapados.
Fitz gru?e con desprecio.
—Si lo hace, es que se le ha ido la cabeza. Luchar en una zona tan claustrofóbica sería un horror. Estoy seguro de que la cueva es más grande, pero aun así. Hay que contener la amenaza o neutralizarla en un espacio cerrado con salidas limitadas. Una pesadilla táctica.
Evan masculla en concordancia.
Fitz nos dirige en otro giro a la izquierda. Oigo cómo se le corta la respiración unos dos segundos antes de ver el motivo.
El túnel se abre por completo en un lado y el estrecho pasillo se convierte en un camino con una sola pared a la izquierda. A la derecha, un barranco de unos diez metros desciende en una negrura aterradora. La linterna de Fitz alumbra la otra pared, donde una serie de salientes dentados brotan hacia nosotros como gigantescas muelas con los bordes afilados. Cuando Evan y él apuntan los haces de luz hacia abajo, vemos que el barranco se estrecha a medida que desciende; las estalagmitas se elevan desde un suelo invisible lleno de sombras que se tragan la luz.
El camino que tenemos delante sigue siendo de metro y medio, pero parece mucho más traicionero con la amenaza de una muerte segura al otro lado.
Fitz dice lo que todos pensando:
—Más vale que os agarréis a la pared.
Lo hacemos. Me aferro con tanta fuerza que enrosco los dedos izquierdos en la superficie desigual, fría y resbaladiza, con la esperanza de encontrar algún asidero si lo necesito.
Llevamos tres, tal vez cinco minutos por el nuevo terreno, cuando oímos el sonido de algo que se desliza.
Fitz alumbra con la linterna hacia la derecha.
—?Qué ha sido ese ruido?
—?Murciélagos? —ofrece Evan.
Parece que tiene razón; el deslizamiento se convierte en el batir de unas alas correosas. Me estremezco.
La linterna de Evan se levanta justo a tiempo para captar un cuerpo grueso y escamoso y un pie palmeado antes de que desaparezcan en la oscuridad.
—Eso no es un murciélago.
—?Y qué es? —Algo sólido golpea a Fitz. Gru?e y sale despedido por el camino; la linterna se le cae al barranco en el proceso.
—?Fitz! —grito y me inclino alrededor del cuerpo de Evan mientras apunto con la linterna a lo largo de la pared. El legendborn gime, pero se levanta de nuevo.
—?Eso no es un murciélago! —ruge y levanta la mano para protegerse los ojos de la luz. El corazón me late en el pecho y le apunto con la linterna a los pies.
De milagro, su linterna ha aterrizado en un saliente a unos tres metros por debajo de nosotros y en ángulo, porque un amplio haz de luz ilumina la pared y el camino que tenemos delante.
—Tiene razón. No lo he visto, pero lo he oído —grita Evan—.
?Sea lo que sea, es fuerte!
Unos chillidos agudos rebotan por la caverna y es el único aviso que recibimos.
Una nube de alas pesadas desciende sobre nosotros. Fitz grita otra vez y, medio latido después, suena el silbido cantarín de su espada de éter cuando la saca de la vaina. Unas garras me tiran de los hombros. Grito y me cubro la cabeza; caigo al suelo. La grava se me clava en las rodillas a través del pantalón mientras me encojo bajo un aleteo y lo que parecen minúsculas dagas afiladas.
Una me aterriza en la espalda. Lanzo un codo hacia atrás y hacia arriba. Hace contacto con algo caliente y pesado que aúlla y me suelta la camiseta. Fitz grita. Dejo caer la linterna para que lo apunte y me levanto mientras desenvaino la espada. Los ángulos de luz iluminan a Fitz en el momento justo y los veo.
Cuatro demonios voladores del tama?o de cisnes pululan alrededor de la cabeza y el torso del legendborn. Las alas coriáceas son tan anchas como él y sujetan unos cuerpos bulbosos de largas extremidades rojas y escamosas. Las patas traseras son largas y están dobladas hacia atrás como las de un lobo, pero las manos parecen humanas, con largos dedos que terminan en garras negras que le ara?an los brazos y la cara.
—?Diablillos! —grita.
Evan corre y lo sigo. Me abalanzo sobre el primer diablillo que alcanzo y le corto la larga cola puntiaguda. El chillido es como el silbido de un tren y se me clava en el cerebro, pero sale volando hacia el barranco, lejos de nosotros. Fitz consigue clavarle la espada en el cuerpo a otro. Un sonido húmedo y aplastante, y la punta plateada asoma por la espalda, brillante y cubierta de sangre negra. Cuando el diablillo cae, casi se lleva la espada de éter de Fitz con él.
Otro de los demonios vuela sobre por encima del descendiente y se dirige hacia mí. Lanzo un tajo hacia arriba y le corto la suave bolsa de carne bajo el brazo. Chilla y alza las alas.
Dentro de mi cabeza, mi abuela grita.
El grito me hace caer de rodillas, justo al borde del camino. Me quedo paralizada y detengo la cabeza y los hombros justo antes de caer al abismo.
Jadeo y me alejo hasta que apoyo la espalda en la pared.