Se encoge de hombros.
—Los padres negros llevan décadas presionando a sus hijos al límite. Mis padres lo hacían. Sé que tu abuela también, pero lo de tu madre era otro nivel. Intentaba controlarse cerca de ti, pero en privado… —Silba—. Estaba ansiosa, nerviosa. A veces incluso asustada. Tenía pesadillas en las que te hacían da?o o te secuestraban. Hace unos a?os, empezó a tardar cada vez más en calmarse. Un día, cuando tenías trece a?os, dejaste la leche en la encimera toda la noche, ?te acuerdas? Tardó tres días en recuperarse. Fue entonces cuando por fin intervine. ??Faye, solo es una ni?a! Meterá la pata?, dije. Me respondió que quería prepararte, asegurarse de que te las arreglarías sin nosotros.
Se me comprime el pecho. ?Lo sabía?
Mi padre me lee la expresión.
—Creo que tenía miedo de dejarte antes de tiempo, como su madre a ella. —Inhala con brusquedad y echa los hombros hacia atrás; sé que los dos pensamos lo mismo.
Tenía razón.
Me limpio las lágrimas que ruedan en ríos silenciosos por mis mejillas. Sabía cómo era.
Se queda mirando por la ventana, con la voz cargada de pena y arrepentimiento.
—No nos educaron para creer en la terapia y esas cosas. No era algo que se hiciera ni se comentara en la comunidad negra. Si te pasaba algo, te mandaban a la iglesia. —Suspira y niega con la cabeza—. De todos modos, cuando presentaste la solicitud para la UNC, fue como si el dique que guardaba dentro… Se rompió, sin más. Y todo, cada pelea y cada preocupación, lo derramó sobre ti.
—Porque no quería que viniera aquí.
—Tal vez no estaba lista para dejarte ir y se enfadó contigo por forzarla. No obstante, esa pelea no fue culpa tuya, Bree. Tampoco suya. Todo ese peso que tu madre ocultaba fue el motivo por el que quise asegurarme de que empezaras a hablar a alguien. Para que tuvieras un poco de paz y, con suerte, evitarte tanto sufrimiento.
Mientras mi padre da un sorbo de café frío, hace una mueca y llama a Sheryl con un gesto, lo miro con nuevos ojos. Se había esforzado mucho en pensar, planear y perseverar por mí, por el dolor que había presenciado en mi madre. Su muerte le había hecho iniciar una misión para salvar nuestra familia y nunca me había dado cuenta.
No presté suficiente atención como para darme cuenta.
Una vez Sheryl le rellena la taza y se vuelve a marchar, pregunto:
—?Por qué no hizo que nos marchásemos? Así nunca habría conocido la universidad.
—En cierto modo, creo que tu madre detestaba la UNC, pero también la amaba con locura. Decía que no importaba lo que sintiera por la universidad, nunca iba a sacársela de dentro. —Se encoge de hombros—. De un modo u otro, te habrías enterado de que se había graduado aquí. Tal vez habrías querido venir de todos modos, solo porque ella vino.
Saco una de las servilletas demasiado peque?as del dispensador de metal.
—Creo que tenía razón —susurro, y me limpio la nariz.
Levanta la vista del café, sorprendido.
—?En qué?
—En que no estoy preparada —aclaro.
Entrecierra los ojos y deja la taza en la mesa.
—Lo has entendido mal. Todo mal. Y yo que creía que eras inteligente. Te equivocas y ella también se equivocaba. No era que no estuvieras preparada. Era ella.
Aprieto la mandíbula con obstinación.
—Deja de intentar que me sienta mejor.
Me mira con severidad.
—Es la verdad. No estaba preparada para dejar que te enfrentaras al mundo. Pero tú sí lo estabas. Se aseguró de ello.
Se remueve en la silla para buscar algo en la chaqueta y saca una Biblia de bolsillo cuadrada. Reconozco de inmediato el cuero marrón desgastado y agrietado y los bordes dorados. Es la de mi madre. La que llevaba a todas partes.
—Mira la parte de atrás. —Me la entrega y la acepto. Aparto el plato sin tocar para dejar espacio en la mesa—. Sospecho que no quería que nadie lo viera, pero… —Se encoge de hombros—. La quiero y la echo de menos. —Se le llenan los ojos de lágrimas, los cierra y suspira—. Creo que nos perdonará por fisgonear.
Abro la Biblia con dedos temblorosos. Siento que tengo entre manos algo íntimo y privado, y así es. Las Biblias personales, aunque nunca he tenido una, tienen un aire místico. Como si, cuanto más tiempo lleva alguien una, más se empapan las páginas de su espíritu. Mientras hojeo el papel fino y de letra peque?a, su olor me llena la nariz, a verbena y limón, mezclados con un toque de cuero. La última sección está en blanco, para tomar notas. En la última página, con letra cursiva y con fecha del a?o pasado, hay una nota.
Se?or, ya es más fuerte de lo que yo nunca fui.
Me preocupa que los desafíos que se le presenten sean igual de duros.
Me preocupa que se me acabe el tiempo.
Por favor, protégela y dame fuerzas para dejarla ir.
—Te he traído otra cosa. Está en el coche. Vuelvo enseguida. — Deja la servilleta en la mesa y se levanta. Asiento mientras miro la Biblia que sostengo en las manos y dejo que el regalo de sus palabras me inunde.
Mi madre había cargado con mucho dolor por su propia pérdida.
Tal vez lo mismo que Patricia me había dicho que yo llevaba dentro, un dolor traumático. Después de que yo naciera, la pena se convirtió en ansiedad. Tal vez había tenido la sensación de que iba a explotar. Tal vez había tenido el mismo miedo y la misma furia. Y
me lo ocultó lo mejor que pudo.
Saber que tenemos esto en común y que mis sentimientos son un eco de los suyos es toda una revelación. Me entristece que sufriera. Hace que desee hablar con ella. Decirle que la entiendo.
He perseguido una verdad oculta durante mucho tiempo y ahora descubro que una de sus verdades ya vive dentro de mí. Me siento más cerca de ella de alguna manera y, en este momento, me parece suficiente.
Cuando mi padre vuelve, se ríe en voz baja.
—Pensé en donar su ropa. Ya sabes cuánta ropa tenía. Y
zapatos, madre de Dios.
Sonrío.
—No será tarea fácil. Tendrás que hacer unos cuantos viajes al centro de donaciones.
—Sí —dice con un suspiro—. Si es que me animo a hacerlo.
Rich Glover, del taller, perdió a su mujer el a?o pasado. Dice que deshacerte de la ropa es la confirmación de que se ha ido de verdad. —Niega con la cabeza—. En fin, estaba rebuscando en el armario el otro día y encontré esto. Pensé que lo querrías.
Me entrega una caja cuadrada de terciopelo azul. La reconozco de inmediato; aquí guardaba su pulsera de oro. Solo tenía dos abalorios, uno con mi nombre y otro con el de mi padre. No era una de sus joyas más bonitas, pero es a la que le tenía más cari?o.