Legendborn (Legendborn #1)

—Ven a desayunar conmigo. Yo invito.

Me rio entre dientes.

—Ojalá.

—No. Reúnete conmigo abajo y trae los libros.

Me quedo helada.

—?Estás aquí?

—Sí. Sentado en el aparcamiento.

—?Por qué estás aquí?

—Pasaba por la zona.

Es un viaje de cuatro horas y, si está aquí, significa que se ha tomado el día libre en el trabajo. Nada de ?por la zona?. Cierro los ojos y suspiro.

—Alice.

—Es una buena amiga —termina con una cálida risa—. Será mejor que te des prisa antes de que uno de estos controladores de parquímetros me ponga una multa.



*

Mi padre ha trabajado con coches toda la vida. Empezó en el taller antes de ascender a encargado hace diez a?os. Todavía hace alguna reparación de vez en cuando; se le nota en la siempre presente línea gris oscura de suciedad bajo las cortas u?as y en las tenues huellas de grasa en la tapicería de la puerta del coche.

Somos de la misma estatura y es corpulento; si no lleva el polo del taller y los pantalones de traje caquis, lleva chándal y gorra. Tiene la piel de un marrón intenso y terroso, del color de las agujas de pino secas. Cuando abro la puerta del lado del pasajero, sonríe y toda su cara se ilumina hasta que los ojos se le arrugan hacia las sienes.

—Cinturón.

Baja la mirada a mi cintura y luego se concentra en el retrovisor lateral mientras salimos del aparcamiento. Hoy lleva un chándal a rayas negras y azules, y una gorra blanca con el logo azul del equipo de la UNC.

El coche huele a hogar. Espero sentir una punzada de dolor en el pecho, y la siento, pero la calidez prevalece.



*

La Waffle House huele a jarabe procesado y café rancio. Mesas, en su mayoría vacías, se alinean en la pared de la izquierda y una barra de color gris moteado se extiende a la derecha. Los murmullos silenciosos, el chisporroteo de la plancha en la cocina y la música baja de la gramola me recuerdan que hay vida fuera de la UNC. La mujer de detrás de la barra apenas levanta la vista cuando entramos.

Mi padre nos conduce a la mesa de sofás que parece menos pegajosa. Los respaldos rojos acolchados sisean y expulsan aire cuando nos deslizamos. Hay una constelación de migas esparcidas por la chirriante mesa.

Una camarera se acerca, con una mano metida en el delantal negro y la otra sujetando un par de cartas manchadas.

—Soy Sheryl y hoy os atenderé. Aquí tenéis la carta. ?Qué queréis beber? —Saca un bloc de notas y espera mientras nos observa desde debajo de una visera negra.

Mi padre le da la vuelta a la carta y se la devuelve.

—Café, por favor. Solo. Quiero un gofre con jamón y una ración grande de hash browns con salsa.

—?Y tú, cielo?

Le paso la carta también.

—Un zumo de naranja grande. Un gofre con nueces y una ración mediana de hash browns con pimienta, por favor.

Mi padre espera a que Sheryl esté al otro lado de la barra antes de recostarse y mirarme a los ojos. El silencio es interminable, del tipo que hace que todo lo que se diga a continuación suene mil veces más fuerte.

Evito su mirada e inspecciono la colección de condimentos del borde de la mesa. Son los sospechosos habituales, barbacoa, kétchup y mostaza Heinz, sal, pimienta y un dispensador de azúcar de cristal lo bastante pesado como para hacer pesas con él. Arrugo la nariz al mirar la botella de Tabasco; Texas Pete o nada. Menos mal que hay una botellita al fondo.

—?Vas a obligarme a sonsacártelo? —dice en voz baja y contenida, más despacio en persona que por teléfono. Libera la parte de mí que siempre encierro cuando estoy en clase, aunque las palabras hacen que me remueva incómoda.

—?Pretendes sobornarme con comida basura para no tener que hacerlo?

—Sí.

—Eso no está bien.

—La vida no es justa. —Agudiza el todo—. ?Vas a hacer que te lo pida otra vez?

Trago, con fuerza.

—No, se?or.

Inhala y le da las gracias a Sheryl con un asentimiento cuando nos sirve las bebidas. Me tiembla el labio inferior. Se me comprime el pecho. No quiero volver a mentir. No puedo. Pero decir la verdad y ponerlo en peligro no es una opción. Las manos de la Orden, y las mis propios errores, me aprietan la garganta y me asfixian cuando quieren. Las lágrimas que había retenido desde que oí su voz al teléfono me asaltan los ojos y miro el zumo de naranja para ocultarlas.

—Bree —dice con suavidad. Me tiende una mano curtida desde el otro lado de la mesa. Niego con la cabeza y rechazo mirarlo—.

Mírame, peque. Puedes volver a casa si quieres. Te trasladaré hoy mismo, pero más vale que no sea porque ese decanucho te ha asustado.

Lo miro, boquiabierto, mientras Sheryl nos trae la comida.

—?Qué?

—Alice dice que has estado estudiando mucho y que no pareces tú misma. No te he mandado aquí para que te consumas. Noté claramente la superioridad en la voz de ese hombre. No quiero que hagas todo esto por su culpa. —Cuando termina, unta de mantequilla los cuadraditos del gofre con trazos furiosos y duros.

Mi padre nunca fue a la universidad. No tuvo la oportunidad de hacerlo. Ahora me pregunto si habría querido, si lo habría intentado y se habría cruzado con su propio decano McKinnon.

—No es eso —murmuro—. Las clases no son un problema y no he tenido noticias del decano desde el día que te llamó.

—Entonces, ?qué es lo que te deprime? ?Ha sido por la terapia? Si quieres, buscaremos a otra persona. —Corta un bocado de gofre y le monta un trozo de jamón. Antes de llevárselo a la boca, me se?ala el plato con el tenedor—. Come antes de que se enfríe.

Tomo el bote de Texas Pete y lo espolvoreo por la comida mientras pienso.

Se me ocurre una pregunta.

—?Mamá te habló alguna vez de la abuela?

Enarca las cejas grises y suspira con fuerza; se recuesta de nuevo en el desgastado sillón.

—No mucho. Tu abuela murió cuando era joven. Dieciocho a?os o así, creo. Así que ya no estaba cuando tu madre y yo nos conocimos. —se vuelve hacia la ventana con mirada distante—. Me daba cuenta de que la muerte de su madre le pesaba, ?sabes?

Mucho.

Eso me sorprende. Sabía algunas cosas de mi abuela, como que trabajaba en una peluquería en Texas, donde creció mi madre.

No tenía hermanos y murió de cáncer. Sabía que había existido, pero rara vez había notado el dolor de mi madre por perderla.

—Nunca dijo nada.

Mi padre sonríe mientras agarra el bote de Texas Pete.

—No lo mostraba así. Se notaba en la forma en que te crio. — Se ríe y le da golpecitos a la botella de Texas Pete hasta que vacía la mitad en el plato—. Al principio, no me di cuenta, pero cuando tenías unos diez u once a?os empezó a mostrarse cada ver más nerviosa. Si no limpiabas bien tu cuarto o te olvidabas de sacar la basura, daba igual lo que fuera, se te echaba encima por ello. Te acuerdas.

—Así son los padres, ?no?

Tracy Deonn's books