El mapa de los anhelos

Son cosas mutables. Y con el cambio llega el olvido.

La admiración que sentía por mi padre se esfumó en algún momento y no puedo volver a vivir esa emoción como si quisiese reproducir un disco de música que me encantaba a los catorce porque, a diferencia de los libros, los cuadros o todo lo material, los sentimientos son lo opuesto a lo inalterable. Pero estoy convencida de que en alguna realidad paralela debe de haber un sitio en el que ocurra justo lo contrario y puedan venderse en tiendas o meterse en los bolsillos todo tipo de ideas y pensamientos y pedazos de amor.

Mi padre deja el móvil a un lado y rompe el silencio: —Conozco esa mirada.

—?Sí? ?Y qué significa?

—Que estás tan dentro de ti misma que has perdido hasta el hilo de lo que sea que estés pensando.

No sé por qué, pero me pongo a la defensiva.

—Ya no me conoces tanto como crees.

él no intenta convencerme de lo contrario. Permanecemos en silencio hasta que Mia regresa con las hamburguesas y una cesta con varios botes de salsa. Me pongo un poco de todo y luego engullo la comida para mantener las manos y la boca ocupadas. Papá, en cambio, mordisquea alguna patata con aire distraído.

Me limpio con la servilleta cuando termino.

A él todavía le queda más de la mitad.

—?Puedo hacerte una pregunta?

—Claro, Grace.

—?Por qué te mudaste a Ink Lake?

—Ya lo sabes.

—No. Vuelve a contármelo.

Suspira y se recuesta contra el respaldo de su silla. Mia aparece para preguntarnos si queremos algo más, pero le digo que no y aguardo mirándolo.

—Conocí a tu madre en una convención en San Francisco. Tu abuela acababa de morir y Rosie no quería dejar solo a su padre en un momento tan delicado. Además, ella era la mejor agente inmobiliaria de toda la zona, hacía poco que la habían ascendido y pensamos que este lugar, a pesar de no ser una gran ciudad, sería el sitio perfecto para una vida familiar más tranquila.

—?Qué fue lo que te enamoró de ella?

—Grace, no sé qué estás…

—Por favor —ruego.

él suspira y suelta la patata que colgaba entre sus dedos. Alza la vista al techo, vuelve a bajarla, me mira y por fin comprende que de verdad esto es importante para mí.

—Era deslumbrante. Lucy siempre me recordó a ella en ese sentido. Tenían el don de entrar en una habitación e iluminarla. Aquel día, en la convención, había más de cien agentes de todo el país, pero cuando entré en el salón donde se celebraba mis ojos sencillamente se posaron sobre ella como si fuese un faro en medio de la tormenta.

Y advierto que habla en pasado de las dos, aunque mi madre no esté muerta. Trago saliva, porque es evidente que lo dice de una manera plenamente consciente.

—?Qué más?

—Le gustaba llevar las riendas, no se dejaba manejar por nadie; solía decir que, si se equivocaba, quería ser ella quien hubiese tomado la decisión y no lamentarse por haberle hecho caso a otra persona. Y era muy divertida, aunque tenía un sentido del humor peculiar que creo que heredasteis vosotras. Podíamos hablar durante horas; recuerdo que, cuando salíamos a cenar, siempre éramos los últimos clientes y nos marchábamos porque empezaban a recoger, pero bromeábamos diciendo que nos habríamos quedado allí hasta el amanecer…

Me mira y es como si volviese al presente.

—?Y ahora? ?Sigues enamorado de ella?

No sabría decir si la expresión que aparece en su rostro es de enfado, de confusión o de pesar. Sus dedos juguetean con el salero y sacude la cabeza.

—Claro que sí, Grace.

Ojalá pudiese creerlo. Pero sé que miente.

Compartimos un helado de postre, pero ya no volvemos a hablar gran cosa; tan solo dejo caer que estoy cuidando de varios perros y que espero encontrar algo más estable pronto. Después, regresamos al coche y me siento tras el volante, aunque aún no tenga el permiso definitivo para hacerlo. Conduzco despacio, muy despacio. Lo dejo en la entrada de casa, quito la llave y tomo aire antes de soltar a bocajarro: —Lucy me ha pedido que done su ropa.

—?Qué has dicho? —sisea mientras me mira.

—Es que… es una larga historia. Me dejó un juego, ?El mapa de los anhelos?, y tengo que seguir una serie de pasos o algo así. Menuda locura, eh. —No sé si se lo digo a él o a mí misma—. Así que resulta que tengo un problema entre manos. Uno grande. Mamá no querrá que vacíe su armario. En otras palabras: tienes que ayudarme.

Se pasa una mano por el pelo. Parece terriblemente cansado.

—?Esto es una especie de broma de mal gusto?

—?Qué? ?No! ?Sabes que jamás haría algo así!

—Tienes razón. Lo siento…

Me pregunta por el juego y le cuento todo lo que sé, pero el papel que Will desempe?a en toda esta historia lo comento de pasada. Es como si desease quedármelo solo para mí y no compartirlo con nadie; al menos, hasta que pueda verlo bien, desde todos esos ángulos que todavía permanecen en las sombras. Me gusta que forme parte de mi vida, pero, al mismo tiempo, que sea ajeno a ella.

—Todo suena… surrealista.

—Ya. Pero ?me ayudarás?

—Lo intentaré, aunque los dos sabemos que no será fácil.

—Gracias, papá.

Estamos a punto de bajar del coche cuando oigo que toma aliento: —?Lucy dejó alguna carta para mí?

—No —susurro bajito.

Y, en este momento, cuando el dolor y la decepción ensombrecen su mirada, soy consciente de que una nota de Lucy, una en la que tan solo me pida que haga limpieza de armario, es profundamente valiosa. Porque significa que aún está aquí conmigo. Que me acompa?a paso a paso. Que todavía me quedan partes de ella que descubrir.





15


Aprender a perder el equilibrio


Alice Kellen's books