El mapa de los anhelos

Supongo que por eso estoy inquieta.

Por eso y porque la última carta que recibí de Lucy me colocó entre la espada y la pared. Aún no sé qué esperaba conseguir mi hermana con ?El mapa de los anhelos?, pero la ruta recorrida está siendo agridulce. En la nota tan solo ponía:

Dona toda mi ropa, por favor.

Y suerte con el examen de conducir. Lo harás bien.



Es posible que esté un poco, solo un poquitín, enfadada con Lucy. No entiendo que, de todas las cosas que podría decirme, eligiese algo tan vacío. Y la echo de menos. La echo tan profundamente de menos que me duele no encontrar consuelo en sus cartas.

He estado más sola de lo habitual estos días. Sin Tayler. Sin Will. Sin Olivia. Sin el abuelo. Sin mis padres. Este hecho provoca que sea consciente de lo peque?o que es mi universo emocional e imagino que la culpa es mía. Podría haber sido alguien distinto, de esas chicas que tienen un grupo numeroso de amigas o de las que buscan pareja estable al cumplir los dieciséis. Pero no. No hay nada de todo eso.

Contemplo la pared de la habitación.

La mayoría de las postales son instantáneas de fotógrafos famosos o láminas de algunas de las obras de arte más reconocidas. Las cuelgo al lado de las palabras que colecciono porque me despiertan algo. El arte remueve. Esa es la razón por la que siempre me he sentido atraída por ello. Pero ahora me siento tan entumecida que ni eso me alivia.

Aparto la vista y me pongo en pie.

Mi padre está en la cocina hablando por teléfono, pero cuelga en cuanto aparezco. Tiene en la mano una manzana mordida y me hace gracia que sea el símbolo del pecado.

—?Qué tal el día? —pregunta con aire distraído.

—Podría haber sido mejor. Y peor, supongo. —Me siento a la mesa redonda que hay en una esquina—. Por ejemplo, me podría haber tocado la lotería, sí, pero también podría haber terminado con todas las costillas rotas tras un atropello.

—Grace…

—Solo intentaba bromear.

Papá da otro mordisco y asiente.

—Ya lo sé. Entonces, ?todo bien?

?Sí, aquí, un día más, siguiendo las instrucciones de un juego que tu hija muerta decidió crear a modo de broma póstuma. ?Y tú qué tal??.

—Ma?ana me presento al examen.

—?Qué examen?

—El de conducir.

—No sabía… No lo sabía.

Tira el corazón de la manzana a la basura y me pregunto si algún día hará exactamente eso con el de mamá. Nos miramos a los ojos unos instantes.

—?Me harías una práctica?

—?Ahora? Ya es muy tarde…

—Me vendría bien —insisto.

Ni siquiera sé por qué se lo pido puesto que no la necesito. Lo que quiero es… un pedazo de él, quizá. Solo un pedazo más antes de que el hombre que creía conocer desaparezca del todo. Ya no queda apenas nada más allá del envoltorio; los pómulos altos, la intensa mirada que ha perdido brillo, el cabello abundante ahora salpicado de canas y esa forma de moverse un poco felina que siempre asocio a las auras rojizas.

—De acuerdo. Pues vamos.

El coche de papá está aparcado delante del garaje. Subimos y meto marcha atrás con cuidado mientras él repite con suavidad: ?Despacio, despacio, despacio…?. Me entran ganas de dar un acelerón brusco, pero logro contenerme cuando el pie me tiembla sobre el pedal. ?Soy una buena chica?, me digo. Después, conduzco por las calles de Ink Lake mientras la noche cae sobre nosotros.

—Lo haces muy bien —comenta papá.

Llevamos un buen rato dando vueltas cuando pasamos por delante de mi hamburguesería preferida y le pregunto si le apetece que cenemos juntos. Al principio frunce el ce?o, consciente de la anomalía de la propuesta, pero al final asiente.

El establecimiento está casi vacío. Nos sentamos en una mesa peque?a y Mia viene a tomarnos nota. Cuando me reconoce, alza el mentón a modo de saludo.

—?Qué hay, Grace?

—Ninguna novedad.

—?Te apunto lo de siempre?

—Sí. ?Tú qué quieres, papá?

—Pues no estoy seguro… —Lee la carta, pero al final se pone nervioso cuando Mia cambia el peso del cuerpo de una pierna a otra—. Tomaré lo mismo que ella.

—Perfecto. En diez minutos estará listo.

El silencio se vuelve incómodo al quedarnos a solas. Hay un se?or mayor cenando en otra mesa y una pareja acaramelada un poco más allá. Mi padre mira algo en el móvil y yo lo miro a él. No puedo dejar de preguntarme quién es, quién es, quién es. Resulta que existe una disociación entre los recuerdos y la realidad, lo leí en alguna parte, así que ahora ya no estoy segura de si el hombre que me llevaba a hombros, aflojaba los castigos cuando mamá era demasiado dura o me llamaba saltamontes sigue existiendo en alguna parte. Quizá lo hizo alguna vez, existió, en pasado, pero luego desapareció.

Las cosas inmateriales que se esfuman son truenos en mi cabeza. En ocasiones las imagino flotando a la deriva: una amistad perdida, los cambios que nos obligan a dejar atrás parte de lo que fuimos, el tiempo que corre sin cesar, el amor sentido hacia una hermana o la tristeza cuando alguien abandona las tinieblas.

Podemos contar el dinero que tenemos en la cuenta bancaria, los minutos que usamos el móvil a diario o los centímetros que medimos. Pero no hay forma de cuantificar las cosas verdaderamente importantes más allá de usando un vago ?mucho?, ?moderado? o ?poco?. Tampoco podemos poseerlas; nos conformamos con un reloj porque no podemos meter el tiempo en un cajón de la mesilla de noche; con guardar unas viejas cartas porque no hay forma de coger el amor y dejarlo protegido en un bote de cristal.

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