—?Quieres que te lleve a casa?
—No, por favor. Creo que aún estoy borracha —digo, a pesar de que sé que mis padres no están despiertos a estas horas y, aunque lo estuviesen, tampoco se darían cuenta de nada. En cualquier caso, sigo mareada y no quiero decirle adiós a Will todavía.
—No hay gran cosa que hacer por aquí…
—Tienes una caravana, ?no?
Aparta la vista de la carretera un segundo y nos miramos en silencio. Luego, comprendo que ha decidido que es una buena idea cuando cambia de dirección.
El parque de caravanas está en un extremo de la ciudad donde los peque?os hogares improvisados se api?an sin mucho orden ni concierto. Will deja el coche en el parking de la hamburguesería y nos acercamos caminando a paso lento.
—Es aquí —dice cuando llegamos hasta una caravana peque?a y blanca con una franja gris en medio. Abre la puerta—. Pasa.
El espacio es minúsculo, pero tiene un banco tapizado que hace de sofá, un hornillo portátil, una puerta que deduzco que dará al ba?o y una cama plegable que en estos momentos está abierta. Hasta en los rincones más insospechados hay libros apilados.
—Ya entiendo por qué usas el coche como almacén.
—Siempre dando en el clavo —bromea, y pasa por mi lado para abrir una maleta que descansa a un lado y coger una camiseta de manga corta del interior.
Permanezco inmóvil cuando Will, de espaldas a mí, se quita la sudadera para ponerse algo más fresco. Los omoplatos se alzan un instante antes de que la tela los cubra y debo admitir que es una pena. Recuerdo lo que pensé la primera vez que lo vi, aquella apreciación sobre que tenía pinta de ser el típico jugador estrella de un equipo universitario de fútbol americano, con los hombros anchos en contraste con la cintura más estrecha. Sigue evocándome las mismas sensaciones, solo que ahora se entremezclan con todo lo que sé sobre él, las piezas que voy coleccionando.
—No tengo mucho que ofrecerte. ?Un refresco?
—No, gracias. Estoy bien.
—?Seguro? También tengo infusiones.
—Vale, me has convencido.
—Ponte cómoda. Siéntate ahí o en la cama.
A riesgo de apartar las columnas de libros que hay sobre el banco y terminar sepultada bajo ellos, me decido por la cama. Está deshecha, con la sábana blanca a un lado, y casi puedo imaginarlo tumbado aquí justo antes de recibir mis mensajes. No sé por qué, pero la idea me hace tragar saliva con fuerza. Si fuese capaz de sonrojarme por algo, probablemente este sería el momento en el que ocurriría. Pero no es el caso.
Will pone agua a calentar en un cazo peque?o.
—Creo que no te he dado las gracias —digo.
—Ni tampoco es necesario que lo hagas.
Permanecemos un largo minuto en silencio.
—Esto no está tan mal… —Miro alrededor—. ?Por qué te decidiste a vivir en una caravana? Tiene su gracia si algún día decides irte a la aventura.
—?A ti te gustaría eso?
Me lo planteo mientras él cuela el agua caliente. Saca dos vasos de cristal y los llena hasta arriba. Me ofrece uno con cuidado y luego se sienta a mi lado y el colchón de la cama se hunde un poco. Estar con Will en un espacio tan reducido resulta extra?amente íntimo. Y sé que él también lo percibe porque se esfuerza por mantener las distancias, como si temiese lo que podría ocurrir en caso de que nos rozáramos dentro de esta lata de sardinas.
Me gustaría preguntárselo. ??Te da miedo tocarme, Will??.
—Supongo que sería interesante. La vida debería ofrecer opciones limitadas, ?no crees? Es horrible pensar en todas las posibilidades que dejamos por el camino.
—Pues piensa solo en las que escoges.
—Ya. Ese es justo el problema.
—?En qué sentido?
—Hay una frase de la película Las vidas posibles de Mr. Nobody que dice así: ?Mientras no elijas, todo sigue siendo posible? —recito.
Will da un sorbo a su vaso sin apartar los ojos de mí.
—?Y hasta cuándo?
—No lo sé.
él apoya el codo derecho sobre su rodilla y se inclina hacia delante. Me estudia con mucha atención. Me pregunto qué ve. O qué no ve.
—?Te has planteado que no elegir también es una decisión en sí misma? ?Y si te pasas toda la vida anclada en esa indecisión?
Y comprendo entonces que no solo me hace esta pregunta a mí, sino también a sí mismo. Creo que los dos nos encontramos en el mismo punto de inflexión, justo en medio de la escalera, sin saber qué dirección tomar. ?Arriba o abajo? ?Abajo o arriba?
—No puedo darte la respuesta a eso.
El silencio vuelve. Pero es cómodo, casi liviano. Después de lo duro que ha sido el día de hoy tras la discusión de mis padres, la recogida de la ropa de Lucy y la noche en la dichosa fiesta a la que no debería haber ido, estar en la caravana con Will es reparador. No quiero que se acabe, así que me recuesto un poco sobre la almohada. Huele a él. Huele a cascadas y frío y violetas. Lo miro mientras se termina la infusión, se pone en pie y enjuaga el vaso antes de secarlo con delicadeza. Es… metódico. Me hace gracia pensar en nuestros opuestos; en el caos y el orden, la reflexión y la impulsividad.
—?Dónde vivías antes? —pregunto.
—Te lo diré si tú me explicas lo que ha ocurrido en la fiesta.
—No es importante. Ese tipo, Sebastien, es un imbécil.
—?Por qué habéis discutido?
—Digamos que… tenemos alguna cuenta pendiente por ahí. Tonteamos hace tiempo, el verano pasado. Fue por una buena causa, es difícil de explicar. Y luego empezó a decir que era una calientapollas.
—?Y el otro?
—?Quién?
—El de la moto.
Recuerdo que ya se vieron cuando me dejó en la puerta de mi casa semanas atrás y Tayler estaba esperándome. Me hago un ovillo. Noto la suavidad de las sábanas en la mejilla y sé que ha debido de cambiarlas hace poco porque, mezclado con el olor de Will, distingo peque?as notas florales del detergente. Inspiro con fuerza.
—Es Tayler. Un amigo. O algo así.
—?Algo así? es bastante ambiguo.