El mapa de los anhelos

—Llevamos un par de a?os de idas y venidas, pero no es nada serio.

Will parece estar dándole vueltas al asunto antes de comentar: —Tienes un prototipo bastante singular.

—?Y qué quieres decir con eso?

—Nada.

—Tu ?nada? sí que es ambiguo.

—Olvídalo. Así que, en resumidas cuentas, a veces estás con Tayler y en otras ocasiones con Sebastien, ?voy por el camino correcto?

—No. Te he dicho que tonteé con Sebastien por una buena causa, no porque me gustase. Nunca tuvimos nada. Solo intentaba… ayudar a una amiga.

—?Y lo conseguiste?

Me tumbo bocarriba y tomo aire.

—Digamos que salió mal y ya está, pasemos al siguiente tema. Es decir, tú. ?Dónde vivías antes? Y quiero detalles, nada de generalizar.

Will sonríe despacio y vuelve a sentarse al lado.

—?Por qué deduces que no soy de Ink Lake?

—Porque eres del mismo a?o que Tayler y no lo conoces. Además, este no es tu sitio. Esas cosas se saben. Te mueves de forma distinta.

La sonrisa de Will se ha esfumado y permanece serio mientras se frota las manos y mira al frente. Carraspea antes de empezar a hablar: —Residí gran parte de mi vida en Lincoln, en uno de esos barrios perfectos que aparecen en los anuncios de monovolúmenes. Luego me fui a la universidad y acabé en Nueva York, en un apartamento en el Upper East Side.

—Y ahora aquí estás…

—Aquí estoy —concluye.

—?Por qué? —murmuro adormilada por culpa del alcohol, el cansancio y la tensión del día—. ?De qué estás huyendo? ?Y cómo es posible que tu cama sea tan cómoda?

él deja escapar el aire contenido y vuelve a sonreír. Pero es una sonrisa triste. Lo que todavía no he descubierto es si la tristeza se le ha colado dentro o si nace de él y se expande hacia fuera. Es como humo, eso sí lo sé. Humo incontenible.

—Duerme un rato, Grace.

Noto que se me cierran los ojos.

—?Me avisas en diez minutos? Solo eso y creo que estaré como nueva y podremos irnos. O seguir hablando. Lo que prefieras. —Mi voz es apenas un balbuceo.

—Sí, tranquila. Descansa.



Me cuesta enfocar la vista por culpa de la luz que entra por la ventana de la caravana. Parpadeo y tardo unos segundos en comprender que no estoy acurrucada en mi cama, sino en la de Will. Me giro y lo veo sentado en el banco con una novela en la mano. La imagen desprende cierta serenidad y me gustaría fotografiarlo para guardar este instante y colgarlo en la pared de mi habitación, justo al lado de las palabras que revolotean por mi cabeza como pájaros enjaulados.

—?Has pasado toda la noche ahí?

—Sí. Buenos días. —Cierra el libro y lo deja a un lado.

—?No has dormido, Will?

—El sue?o está sobrevalorado.

—Deberías haberme despertado.

—?Quieres café?

Asiento con la cabeza y él se incorpora. Me resulta fascinante que haya pasado tantas horas en vela, probablemente sin poder leer hasta el amanecer, en lugar de despertarme o pedirme que le hiciese un hueco en la cama. Compruebo que había sitio para los dos mientras estiro un poco las sábanas, todavía algo confusa, y luego contemplo el interior de la caravana bajo la luz del día. Tiene su encanto. Peque?as partículas brillan bajo los rayos del sol y extiendo una mano hacia ellas.

—Will…

—Dime.

Está concentrado en el café que ha empezado a borbotear.

—?Podría verlo? ?Podría ver el juego de Lucy? Por favor.

Me mira vacilante antes de sacudir la cabeza y apagar la cafetera. No ha contestado, pero se dirige hacia la cama, mete la mano debajo y coge la caja dorada.

—Te lo ense?aré.

La abre y saca un rectángulo de madera que, en un primer momento, se parece a un dominó, solo que es más ancho, grande y, en lugar de tener un compartimento, posee peque?as casillas numeradas con una tapa que se abre hacia arriba.

—Vamos por la cinco. Dentro de cada casilla hay un papel. A veces se indica algo y en otras ocasiones tan solo hay un número que enlaza con la carta correspondiente.

Me ense?a el contenido de la caja más grande y veo varias cartas cerradas y atadas delicadamente con un cordel marrón. Will las aparta a un lado cuando advierte el deseo que me invade. Los dos sabemos que la paciencia y la contención no son mi punto fuerte. Quizá para distraerme, coge un papel que hay al lado y lo abre.

Luego, lee en voz alta:

—?Estas son las instrucciones: solo se puede continuar avanzando con una casilla sin cumplir?.

—?Qué quiere decir eso?

—Que podemos seguir jugando a pesar de no haber completado la casilla del patinaje sobre hielo, pero ya no tenemos margen de error.

—?Y qué más?

—?Las casillas deben abrirse siguiendo el orden indicado por los números. El ritmo del juego lo marcará el mensajero?. Es decir, yo. —Will levanta la vista un instante—. ?El mensajero no debe leer las cartas que entrega. En el caso de que la jugadora quisiese abandonar antes de tiempo, se abriría directamente la última casilla?.

Deslizo un dedo a lo largo del juego de madera; imagino al abuelo lijando los bordes con mimo y a Lucy pensando en el contenido de cada peque?a casilla.

—Una noche hablamos sobre si la vida estaba sobrevalorada. Y ella dijo que, a fin de cuentas, es un juego que tan solo consiste en lanzar un dado y ver qué números te tocan. —Trago saliva y omito las partes que me esfuerzo por olvidar, cuando el final estaba cerca y Lucy sentía tanto dolor que ya ni siquiera quería probar suerte.

—Tenía razón. Más o menos.

—?Algo concreto que objetar?

—Si tiras el dado demasiado fuerte, puede que se salga del tablero y termine perdido debajo de algún sofá cogiendo polvo.

Sonrío y él también lo hace. Después, deja la cajita de madera a un lado y sirve los dos cafés. Cojo el mío y permanezco allí de pie sin saber muy bien dónde acomodarme, a pesar de que he pasado la noche en este mismo lugar durmiendo profundamente.

—Lucy se divertía a veces con los juegos de azar, pero prefería los de estrategia. Sus favoritos eran el Risk, el ajedrez y, si tenía un mal día, el Cluedo.

—?Y a ti?

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