Cuando no queden más estrellas que contar

?Genial?, pensé nerviosa.

Llamé al timbre. Poco después, la puerta se abrió y Lucas apareció con una toalla en las caderas y el pelo escurriendo agua. Me miró de arriba abajo, y yo lo observé del mismo modo, lo que no decía mucho en mi favor. Se hizo a un lado y me dejó pasar con una sonrisita burlona que no se molestó en disimular.

—Se me ha caído el móvil por la ventana —dije como si nada, y me dirigí al dormitorio.

—A mí me pasa todo el tiempo —replicó él en el mismo tono indiferente—. ?Te apetece desayunar? No tengo dónuts, pero sí un bizcocho que grita: ?Soy tan dulce...?.

Me sonrojé como si fuese una adolescente. Se me escapó la risa y solté la camiseta, que salió disparada hacia arriba para después caer a la altura de mi cintura. Qué importaba, si él ya lo había visto todo. Entré en el cuarto y me desplomé sobre la cama.

La situación era de locos y no tenía ni idea de cómo afrontarla. No habían pasado ni dos días desde que encontré esas fotos y ahora... Ahora estaba en la casa de ese hombre, que podía ser mi padre, y mi culo era lo primero que había visto de mí.

Mi padre...

La simple idea me hacía morir de miedo, porque él nunca había sido una posibilidad en mi vida. La hicieron desaparecer en el mismo instante que mi curiosidad despertó y noté la falta de esa pieza. Cuando me di cuenta de que no me reconocía en sus rostros, que yo era distinta, y empecé a hacer preguntas.

Me arrancaron esa posibilidad de raíz.

Y lo acepté.

Lo olvidé.

Crecí sin echarlo de menos.

O quizá sí lo hice, y por eso estaba allí, buscando desesperada un lunar sobre una ceja, un gesto compartido, una rareza heredada. Mi reflejo en la mirada de un desconocido.

Y lo más disparatado de todo era que, pese al miedo y la incertidumbre, quería quedarme allí. Reunir el valor y encontrar el momento para ense?arle esas fotos a Giulio y descubrir la verdad que se ocultaba tras ellas, si es que había alguna.

Averiguar si mi madre me había quitado esa parte de mí.





16




A los siete a?os.

—Prométeme que no vas a contarle nada a la abuela.

Contemplé a mi abuelo sin entender nada.

—?Por qué?

—Porque lo que vamos a hacer hoy es un secreto.

—Pero la abuela dice que los secretos son malos.

—No todos son malos. Este es bueno, te lo prometo.

Acepté su respuesta, aunque no estaba muy convencida, y me dediqué a observar a la gente que remaba en el estanque de El Retiro.

—?Cómo de bueno? —insistí a los pocos minutos.

él me miró desde arriba y apretó mi mano.

—Muy bueno, Maya. Y si quieres que se repita, la abuela no puede saberlo. Se enfadaría mucho y no nos dejaría volver.

Yo no quería que ella se enfadara. No me gustaba cuando gritaba y rompía cosas. Incluso me daba miedo y corría a esconderme, aunque eso la hacía enojarse mucho más.

—Vale, guardaré el secreto. Lo prometo.

Noté que el abuelo se ponía tenso y que su mirada se perdía entre la gente. Una peque?a sonrisa se dibujó en su boca, colmada de tanta emoción que los ojos se le llenaron de lágrimas. Me soltó la mano y se alejó unos pasos. Se detuvo delante de alguien que yo aún no podía ver y abrió los brazos.

—?Daria!

—Hola, papá.

—Cuánto tiempo sin verte, cari?o. Te he echado mucho de menos.

—Y yo a ti. Gracias por hacer esto por mí.

—?Cómo no voy a hacerlo? Es tu hija.

El abuelo se apartó a un lado y pude ver a la persona que hablaba con él. Una mujer alta y rubia, con los ojos grises y una sonrisa muy peque?a en los labios. Ella acortó la distancia que nos separaba y se agachó para quedar a mi altura. Luego tomó mis manos entre las suyas. Le temblaban mucho y no dejaba de mirarlas. Poco a poco, alzó los ojos hacia mí y los latidos de mi corazón se dispararon sin saber muy bien el motivo.

—Hola, Maya.

—Hola —susurré.

—?Sabes quién soy?

Negué con la cabeza y la boca seca, aunque una parte de mí lo sospechaba. Como si mi cuerpo reconociera el suyo y leves recuerdos despertaran.

—No.

—?No te acuerdas de mí? —Se humedeció los labios y soltó un suspiro—. Maya, soy yo. Soy tu madre.

Pasamos ese día juntas. Comimos helado, montamos en las barcas y hablamos de muchas cosas. Un sábado increíble, en el que solo fui una ni?a, haciendo cosas de ni?a con su madre.

El abuelo no se separó de nosotras en ningún momento y tampoco dejó de sonreír. Nunca lo había visto tan feliz.

A media tarde, nos sentamos en la terraza de un bar. El abuelo entró a pedir unos granizados de limón, y ella y yo nos quedamos a solas. Puse sobre la mesa el libro de colorear y los rotuladores que me había regalado, y comencé a pasar las páginas. En otra mesa cercana, una ni?a merendaba con sus padres.

Yo no podía dejar de mirarlos, aunque hacerlo me ponía triste.

—?Por qué no vives con nosotros? —le pregunté a mi madre.

Ella me miró con los ojos muy abiertos y tragó saliva. Forzó una sonrisa que no se reflejó en su cara.

—La abuela y yo no nos llevamos bien, por eso no vivo con vosotros.

—?Y por qué vivo yo con los abuelos y no contigo? Yo quiero vivir contigo.

—Porque estás mucho mejor con ellos, te lo aseguro.

—Pero los hijos viven con sus madres, lo sé porque todos los ni?os de mi clase lo hacen.

Ella dejó escapar un suspiro entrecortado.

—No todos, Maya. A veces no es posible y los ni?os tienen que vivir con otras personas que los quieren tanto como sus mamás.

—Pues yo creo que la abuela no me quiere.

Ella me miró con inquietud.

—?Por qué dices eso? —Me encogí de hombros. No sabía responder a esa pregunta. Solo lo sentía. La mirada de mi madre se entristeció—. Es que a veces no me apetece bailar. Me gusta, pero también quiero ir a baloncesto con mi amiga Estrella, y al parque, y a los cumplea?os... La abuela no me deja.

—Te entiendo —suspiró.

María Martínez's books