Cuando no queden más estrellas que contar

El tono ronco de su voz me hizo enrojecer. Lo observé mientras abría la puerta y noté un revoloteo en el estómago. Por un instante, sentí que todo era demasiado, cuando en realidad no estaba ocurriendo nada.

—Entonces, ?todos los vecinos son espa?oles? —me interesé.

—Casi todos.

—?Qué coincidencia!

—La due?a es espa?ola y ha transformado este sitio en una peque?a comuna, o un refugio, no sé cómo llamarlo. A mí me encanta —respondió. Abrió la puerta principal y a?adió en voz baja—: Espera un momento, no vayas a tropezar.

Me quedé quieta. De pronto, una luz se encendió sobre mi cabeza y parpadeé varias veces. Una lámpara de bronce con bombillas de vela colgaba del techo. Contemplé lo que parecía el vestíbulo del edificio. Era muy amplio, con paredes encaladas y unas cenefas azules pintadas a mano que dibujaban las esquinas. Algunas partes estaban desconchadas, pero le daban un aspecto mucho más natural y auténtico. Había dos puertas, una a cada lado, con esteras de rafia en el suelo a modo de felpudo. También una escalera de piedra con la baranda de hierro que ascendía a los pisos superiores. Al fondo del vestíbulo, distinguí otro portón idéntico al de entrada.

Lucas se encaminó a la escalera y yo lo seguí. Alcanzamos la última planta, cuyos techos eran más bajos. él encajó la llave en la puerta de la izquierda y me invitó a pasar mientras encendía las luces.

—Perdona el desorden.

Eché un vistazo rápido. Era un piso amplio. Se entraba directamente al salón y desde él se accedía al resto de habitaciones. Una cocina, un ba?o y un par de dormitorios. No había más, y así era perfecto.

Las paredes estaban desnudas y los muebles eran los justos. Un sofá, una mesa con cuatro sillas, un aparador y un par de estanterías. Una peque?a mesa auxiliar y un televisor, que colgaba de la pared, completaban la decoración. Me gustó, era muy acogedor.

—Puedes dormir aquí —dijo Lucas al tiempo que encendía la luz de uno de los dormitorios y entraba con mi maleta.

Me asomé desde la puerta y vi una cama sin ropa, un armario, una cómoda y un escritorio con una silla. Era un cuarto bastante grande y tenía dos ventanas por las que debía de entrar mucha luz durante el día.

—Gracias por dejar que me quede aquí esta noche. Me iré a primera hora, no quiero molestarte más de lo necesario.

—No hay prisa. El chico que compartía este piso conmigo lo dejó la semana pasada y aún no ha llamado nadie interesado. La habitación está libre.

—Entonces, ?la alquilas?

Asintió con la cabeza y se frotó la nuca con una mano.

—Gano lo justo para ir tirando. Alquilar la habitación me ayuda y a mi casera no le importa.

—Puedo pagarte.

Alzó una ceja al mirarme.

—?Oye, no voy a cobrarte por unas horas! Es un gesto desinteresado, ?de acuerdo?

—Vale. —Me mordí el labio y apreté las piernas con nerviosismo—. ?Puedo usar el ba?o?

—Claro. Y en el armario hay toallas, por si quieres darte una ducha. Estás en tu casa.

—Gracias.

Me quité el bolso a toda prisa y entré en el ba?o con la bolsa de mano.

No sé cuánto tiempo pasé sentada en la taza del váter, con las braguitas y los pantalones por las rodillas y la cara escondida entre las manos. Estaba agotada y aquel, por muy raro que fuese, era el primer momento en todo el día en el que me sentía cómoda y tranquila. Sí, en el ba?o de un desconocido que me había ofrecido su casa por lástima.

Me miré en el espejo. Necesitaba una ducha y desenredarme el pelo. En la bolsa llevaba una camiseta y ropa interior limpia, así que no dudé en aceptar la oferta de Lucas.

Me desnudé, descorrí la cortina de la ba?era y abrí el grifo. Esperé a que el agua saliera templada y entonces me di una larga ducha. No sé por qué, pero acabé usando el champú de coco de Lucas y sentir ese aroma en mi piel me aceleró la respiración.

No quería pensar en por qué me sentía así.

Por qué esos detalles despertaban esas sensaciones en mí.

Cuando salí del ba?o, todas las luces estaban apagadas, salvo una lamparita sobre el aparador. Una respiración profunda y pausada me llegó desde el dormitorio de Lucas. Entré en el otro cuarto y encontré la cama con sábanas limpias y una colcha doblada en la silla. Sonreí, agradecida por su amabilidad.

Puse el teléfono a cargar. Apagué la luz y me dejé caer en la cama. El aire que entraba por la ventana entreabierta olía a limón y a jazmín. No se oía nada, salvo el murmullo de los árboles agitados por la brisa y el rumor del agua al caer. Cerca debía de haber una fuente. Era un sonido agradable, relajante.

Me hice un ovillo y cerré los ojos.

Sentí el cansancio que me entumecía el cuerpo.

Sentí el sue?o que me envolvía.

Sentí las lágrimas que me quemaban en la garganta.

Un nudo que no lograba deshacer.

Y así me dormí.





15




Cuando desperté, el sol entraba a raudales por la ventana. Abrí los ojos y contemplé el ventilador que colgaba del techo. También era blanco. En ese cuarto todo lo era: el techo, las paredes, las ventanas, las cortinas...

Me gustaba.

Me incorporé y apoyé los pies en el suelo. Moví los dedos y, durante un largo instante, me los quedé mirando. Ya no tenía las u?as rotas, ni me sangraban las ampollas. Tampoco me dolían tanto como cuando ensayaba todos los días, pero seguían siendo igual de feos. Deformes.

Tomé aliento y busqué unos calcetines cortos en la maleta. Luego cogí el teléfono y lo encendí. Abrí los mensajes. Matías me había escrito a primera hora de la ma?ana, y un número desconocido insistía en hablar conmigo y me pedía otra oportunidad. Lo borré sin dudar. Me quedé mirando la pantalla, la peque?a foto que acompa?aba al nombre de mi madre en la lista de chats. Abrí la conversación y allí seguía, una cruda realidad.

Una pregunta sin respuesta.

Un silencio que decía demasiado.

La confirmación de una certeza. Una vez más.

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