Cuando no queden más estrellas que contar

Solo hacía unos días que lo había dejado con Antoine.

Antoine...

No había vuelto a pensar en él, y darme cuenta me hizo sentir extra?a. Fría.

Habíamos sido pareja durante un a?o y me había enga?ado con otra chica. Debería sentir algo, ?no? Cualquier cosa. Sin embargo, dentro de mí no había nada.

Aparté esas ideas que tanto me inquietaban y traté de disfrutar de la cena.

Acabé la pizza y pedí un helado de postre. No me cabía nada más en el estómago, pero seguir consumiendo era el único modo de continuar allí sentada, alargando las horas de una noche que se me iba a hacer eterna sin tener adónde ir.

Poco a poco, los clientes se fueron marchando y los camareros comenzaron a limpiar y recoger las mesas. Pagué la cuenta, tomé mi equipaje y me dispuse a marcharme. Los focos que iluminaban la terraza se apagaron y solo quedó la luz amarillenta de las farolas.

Mientras me alejaba, eché un vistazo fugaz al interior del restaurante. Vi a Lucas tras la barra, secando con manos rápidas unos vasos. No sé por qué, pero deseé que levantara la cabeza y nuestras miradas se encontraran.

Queda bonito en las películas, ?verdad? Esa conexión predestinada que nos golpea con la fuerza de un tsunami. Con la que so?amos y, al mismo tiempo, de la que renegamos, porque el amor a primera vista es imposible.

No es real.

Todo el mundo debería saberlo.

Ese amor, que explota de la nada como una supernova, no existe. Solo es un pensamiento idealizado, que solemos confundir con otra reacción química igual de arrolladora: la atracción. Ese algo que te hace mirar los labios de un desconocido y que los tuyos se entreabran por puro reflejo. Que tu piel se erice allí donde sus ojos se posan. Ese estremecimiento tan íntimo que te hace contraer los músculos y aguantar la respiración. Esa mirada que, de repente, te hace sentir. Cosas buenas. Agradables. A veces desconocidas. Ese aroma único y personal que provoca una liberación descontrolada de endorfinas que invaden tu sangre como una droga y crean una dependencia inmediata.

Y te descubres necesitando otra dosis.

En forma de sonrisa.

De mirada.

De un olor que se te pega en la lengua y que paladeas mucho tiempo después.

Y la atracción se transforma en deseo.

Del que duele y no se calma.

Pero Lucas no levantó la cabeza y yo me alejé.

Este podría haber sido el final.

Sin embargo, no estaba destinado a serlo.

Solo fue una oportunidad para ignorar las se?ales. Para poder huir.

No lo hice, me quedé.

Porque hay trenes que solo pasan una vez.

Que ya no vuelven.

Y te subes sin dudar, aunque sepas que van a estrellarse.

Porque es más fácil seguir viviendo con la certeza de lo que no fue que con la incertidumbre de lo que podría haber sido.

Es así.





14




Deambulé sin rumbo, con el eco de mi maleta traqueteando a mi espalda, y solo podía pensar en lo extra?a y patética que estaba siendo esa noche. Cuantas más vueltas le daba, más me convencía de que había cometido una locura. Marcharme a cientos de kilómetros, con cuatro trapos en una maleta y un ?quizá?. Sin pensar. Sin medir las consecuencias. Nunca había hecho nada parecido, y las pocas decisiones que había tomado por mi cuenta a lo largo de mi vida las había meditado a conciencia.

Pero allí estaba, en caída libre tras haber saltado sin paracaídas.

Alguien silbó a mi espalda y me sobresalté. Todo mi cuerpo se puso en tensión al escuchar unos pasos. No me atreví a volverme y aceleré el ritmo, consciente de pronto de lo solitaria que estaba aquella calle. Al llegar a un cruce, giré a la izquierda. Me topé con unas escaleras. Levanté la maleta y comencé a bajar.

No tardé en arrepentirme de mi decisión. La escalinata no parecía tener fin. Era estrecha y muy inclinada, y me costaba ver dónde ponía los pies. Por las vistas, deduje que conducía a la playa. Cuando por fin llegué abajo, las piernas me temblaban por el esfuerzo. Miré a mi alrededor. No muy lejos de donde me encontraba, aún quedaban algunos bares abiertos. Sus luces me permitieron ver varias hileras de sombrillas y tumbonas en una estrecha franja de arena, cerca de la orilla.

Me adentré en la oscuridad y busqué la hamaca más alejada, cerca de un par de botes varados. Metí mis cosas debajo y me recosté en la madera. El cielo estaba plagado de estrellas, que parecían temblar en lo más alto del firmamento. La brisa que soplaba era algo fresca y arrastraba un fuerte olor a sal. No me importó. Estaba tan cansada que apenas podía mantener los ojos abiertos.

Mis párpados se cerraron y me dejé llevar por el sue?o.

Me desperté de golpe, con el corazón a mil y sin ninguna noción del tiempo. Sin embargo, estaba segura de haber oído un ruido.

Miré a mi alrededor, pero no vi nada.

Entonces, me llegó el olor a tabaco.

Una inspiración. Un punto luminoso cobró fuerza con un chisporroteo. Una sonora exhalación.

Entorné los ojos y forcé la vista en la oscuridad, hasta que pude distinguir la silueta de un hombre apoyado en uno de los botes. No parecía que hubiera reparado en mi presencia, así que permanecí quieta, a la espera de que acabara su cigarrillo y se largara lo antes posible.

De pronto, algo húmedo y caliente me tocó el brazo. Di un bote y solté un grito. ?De dónde había salido ese perro? Miré sus ojos brillantes como si fuesen los del mismísimo diablo. Siempre me han dado un poco de miedo.

—Fuera —supliqué.

El perro me gru?ó y después salió corriendo.

—Tutto bene? —preguntó una voz ronca.

El tipo del bote se acercaba deprisa y el corazón me dio un vuelco.

—Sí, sí..., grazie.

Me agaché y tiré de mi maleta. Se había quedado atascada. Tiré más fuerte, la maleta se soltó y yo caí de culo sobre la arena. Oí un clic. La llama de un mechero prendió por encima de mi cabeza. Parpadeé deslumbrada y mis ojos se abrieron como platos.

—?Maya?

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