Cuando no queden más estrellas que contar

Mis ojos se llenaron de lágrimas.

Lancé el sobre a la cama —no lo quería—, y metí la ropa en la maleta sin ningún cuidado. La cerré a tirones mientras me ahogaba en lágrimas y sollozos. Después recogí el resto de mis cosas en la bolsa de mano y me la colgué del hombro.

Me encaminé a la puerta con decisión. Necesitaba salir de allí. Escapar. Alejarme de todos ellos y de mí misma, aunque para ello tuviera que abrirme camino a través de mi carne y mis huesos.

Aferré el pomo y, por un instante, me di cuenta de que no tenía adónde ir.

La idea pasó por mi mente como un rayo. Un fulgor que debió de dejarme frito el cerebro, porque lo único que recuerdo después es que apreté los dientes, tomé el sobre con el dinero y me fui del piso a toda prisa y sin despedirme.

Del mismo modo que mi madre se largó muchos a?os atrás.

Como un ladrón que huye.

O un preso que logra escapar.

Con alivio y rabia.

Con la conciencia aleteando como una mariposa dentro de un tarro de cristal.

Por un segundo, me metí en su piel.

Por un segundo, pude comprenderla.

No fue suficiente para que pudiera redimirla.

Ni yo perdonarme.

Quizá sea algo familiar. El odio visceral a ese acto. El momento, la palabra o todo lo que implica, no lo sé... Pero nunca pude decir adiós. Ni con palabras, ni gestos o miradas. Ni siquiera podía permitirme el sentimiento y lo aplastaba bajo capas y capas de otras cosas.

Siempre he pensado que adiós es una palabra sin esperanza.

Y cuando no hay esperanza, no queda absolutamente nada.

Todo se desvanece.

Y yo, en ese instante, apostaba sin saberlo la escasa esperanza que me quedaba a un impulso desesperado sin sentido.





12




Cuando fui consciente de la locura que había cometido, ya me encontraba sobrevolando el mar Mediterráneo, dentro de un avión con destino a Roma. En el vuelo más inmediato y barato que había encontrado a la capital de Italia.

El pánico se apoderó de mí y estuve a punto de ponerme a gritar que quería bajarme, que mi presencia allí se debía a un gran error. Me faltó un pelo para hacerlo, pero la mirada de la mujer que se sentaba a mi lado me hizo hundirme en el asiento. Me observaba con una mezcla de miedo y desconfianza, como si yo fuese peligrosa y estuviese a punto de estrellar el avión.

Me puse en pie y fui corriendo al ba?o, disculpándome cada vez que golpeaba a alguien con mi bolso. Me escondí en ese diminuto espacio y cerré los ojos. No podía respirar. Lo intentaba, pero era como si algo tuviera agarrados mis pulmones y no los soltara. Abrí el grifo y me mojé la cara y el cuello. Después apoyé las manos a ambos lados del espejo y me concentré en mis ojos.

Una profunda inhalación. Dos. Tres...

Al cabo de unos minutos, conseguí respirar otra vez y dejé de sentir esa ansiedad tan angustiosa. Más tranquila, regresé a mi asiento. La mujer de al lado me observó sin ningún disimulo y se inclinó hacia mí.

—?Mejor?

La miré de reojo y me topé con una sonrisa amable.

—Sí, gracias.

—Llevo tantos a?os sufriendo ataques de pánico que reconozco uno a kilómetros. Por suerte, acaban pasando. Parece que te vas a morir, pero nunca sucede, ?verdad? Yo siempre pienso en eso, en que pasará.

Asentí, sin saber qué responder. Entonces, ella sacó un pu?ado de caramelos de su bolso y me ofreció uno. Lo tomé por educación. Volví a mirarla. Hablaba un espa?ol perfecto, pero su acento era de otra parte. No supe identificarlo.

—Gracias —susurré.

—?Vacaciones?

—?Disculpe?

—Si vas a Roma de vacaciones.

—Ah, no, me dirijo a Sorrento, pero el billete era mucho más barato si volaba hasta Roma.

—Conozco Sorrento. ?Es precioso! ?Es la primera vez que lo visitas?

—Sí.

—No dudes en ver la catedral, es una maravilla. —Le dediqué una sonrisa mientras le daba vueltas al caramelo en la boca—. Y si tienes tiempo, visita las ruinas de Pompeya. No quedan muy lejos. Mi hija vive en Roma desde hace a?os y todos los veranos voy a verla. A mi hija, no las ruinas —apuntó con una sonrisa—. Me instalo un mes con ella y aprovecho para hacer turismo. Mi Lorenzo prefiere quedarse en Toledo, no le gustan los aviones. ?Qué hombre más soso y testarudo! —exclamó—. ?Sabes? Aún no sé cómo me lio para que me casara con él y me quedara en Espa?a.

Sacó la lengua con un gesto de disgusto que me hizo mucha gracia.

—?De dónde es usted?

—De Chile. Solo tenía dieciocho a?os cuando vine a Espa?a con mis padres a la boda de unos familiares. Y ya sabes lo que dicen, de una boda siempre sale otra, y mi Lorenzo siempre ha tenido los ojos más bonitos del mundo. Aunque ahora no es que vea mucho. —Rompió a reír y yo me contagié de su risa—. Por cierto, me llamo Chabela.

—Yo soy Maya.

—Es un nombre precioso.

Chabela continuó hablando sin parar. Me contó cosas sobre su marido, sus hijos y sus nietos, a los que adoraba. Sobre todo al más peque?o, mucho más sensible que el resto. Me recomendó libros de autoayuda para controlar la ansiedad y hasta me explicó cómo hacer un buen bizcocho de yogur. Nada de aceite, solo mantequilla. Resultó que Chabela era una mujer encantadora y muy cari?osa, con una risa fácil y contagiosa.

Yo no podía dejar de mirarla. Debía de tener la edad de mi abuela, pero eran tan distintas... Ojalá hubiera tenido una Chabela en mi vida.

Bajamos juntas del avión y, cogidas del brazo, nos dirigimos a buscar nuestras maletas. La acompa?é hasta que localizó a su familia y nos despedimos con un abrazo.

—Sigue las indicaciones, la estación no tiene pérdida. Compra un billete a Nápoles y, una vez allí, busca la línea Circumvesuviana, sale un tren cada media hora y no cuesta más de cinco euros, pero debes tener cuidado con los carteristas y no perder de vista tu equipaje. Es un viaje un poco pesado, aunque merece la pena por lo bonito que es.

—Gracias, Chabela, por todo.

—Nada, preciosa, y ten cuidado. Una chica sola siempre llama la atención.

—Lo tendré.

—Adiós.

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