Quizá era una persona incapaz de asumir su responsabilidad y pensar en nadie que no fuese él mismo. El mundo estaba plagado de ellas. Seres necios y egoístas.
Me obligué a frenar esos pensamientos negativos. Era posible que él no fuese nadie y yo ya lo estaba condenando sin ningún juicio.
Mientras esperaba, cogí mi teléfono y tecleé su nombre en Google. Aparecieron varios enlaces y fui pinchando en todos y cada uno de ellos. No encontré nada que pudiera ayudarme. Abrí Instagram. Quizá tuviera una cuenta.
El corazón se me aceleró al ver una decena de perfiles.
Comencé a revisarlos, hasta que uno llamó mi atención. Miré la foto de perfil y lo reconocí. Más mayor, más maduro, y con la sombra de una barba de pocos días que le endurecía los rasgos. Sin embargo, tenía los mismos ojos. Vivos, despiertos e infantiles. Tan parecidos a los míos que la idea de que pudiera ser real empezó a echar raíces en mi interior.
Resoplé al comprobar que la cuenta era privada. Sin embargo, bajo su nombre, había una breve información que me devolvió el aire:
GIULIO DASSORI
SCUOLA DI BALLETTO GISELLE
SORRENTO
Subí al autobús. Iba hasta arriba de viajeros y tuve que guardar el teléfono. Durante el trayecto, no dejaba de pensar en Giulio. Me preguntaba si esa escuela sería suya, si trabajaría allí. Si tendría familia. Esposa. Hijos. Mi mente era como una olla a presión a punto de explotar y no estaba acostumbrada a sentirme de ese modo. Fuera de control. Asustada. Libre. Porque ahora lo era, completamente libre, y no sabía qué hacer con esa libertad cuando toda mi vida había estado controlada por órdenes, rutinas y horarios que me decían qué hacer, cuándo y cómo.
Llegué a casa poco después de las once.
Mis abuelos y mi tío discutían en el salón. No habían hecho otra cosa durante los últimos tres días y siempre por algo relacionado conmigo.
Me escabullí por el pasillo y corrí a encerrarme en mi habitación. Pegada a la puerta, contemplé las paredes desnudas y los muebles vacíos. Ya no quedaba nada de mí en su interior, salvo una triste maleta, una bolsa de mano y un montón de ropa. Era la imagen más deprimente que había visto nunca. Casi tanto como la idea de que en pocas horas tendría que abandonar esa casa y aún no sabía adónde ir.
Me senté en la cama y volví a sacar el teléfono. Busqué la escuela de Giulio y encontré una cuenta pública con un montón de fotos. él no aparecía en ninguna.
Había una dirección y la memoricé.
Pensé en mi madre. Siempre se me hacía muy difícil hablar con ella. Sin embargo, en esta ocasión lo necesitaba. Marqué su número. Los tonos se sucedieron y acabó saltando el contestador. Dudé, pero acabé enviándole un mensaje.
Si supieras quién es mi padre,
me lo habrías dicho, ?verdad?
Al cabo de unos segundos, apareció en línea y el mensaje se marcó como leído. El corazón me dio un vuelco al ver que comenzaba a escribir. Se detuvo un momento, y volvió a teclear. De repente, dejó de estar en línea. Esperé y esperé, hasta que asumí que no iba a responder.
Un día, muchos a?os atrás, me juré que nada de lo que ella pudiera hacer, o no hacer, me causaría dolor. Nunca pude cumplir esa promesa. Aunque lograba sobrellevarlo sin que me afectara demasiado.
En aquel momento, mirando la pantalla, la odié como nunca antes lo había hecho.
En el salón, la discusión continuaba, y yo empecé a sentirme atrapada. Un dolor agudo se instaló dentro de mi pecho, bajo el esternón. Me costaba coger aire y todo mi cuerpo temblaba como si estuviera dentro de un congelador. Solo que no era frío lo que sentía, sino calor, como peque?as descargas que me electrizaban la piel.
Me puse en pie, agarré el montón de ropa que había dejado en la silla y la fui guardando en la maleta. De pronto, la puerta se abrió y entró mi tío. Me dedicó una mirada irritada. Alzó el mentón con desdén y lanzó un sobre, que aterrizó dentro de la maleta abierta. ?Por qué todos me trataban como si yo fuese una penitencia con la que debían cumplir?
—Que conste que no estoy de acuerdo con esto —dijo con acritud—. A tu edad yo ya me ganaba la vida sin ayuda de nadie. No entiendo por qué es tan blando contigo, si por mí fuera...
Lo miré sin entender nada y cogí el sobre. Me puse pálida al ver que dentro había dinero.
—?Es para mí? ?Por qué?
—Pregúntale a tu abuelo. —Me apuntó con el dedo—. Yo no lo aceptaría.
Salió de mi habitación hecho un basilisco. En el salón comenzaron de nuevo los gritos. Solo se oía a mi abuela y a mi tío. Por las cosas que decían, la idea de darme ese capital había sido de mi abuelo y ellos no estaban de acuerdo.
—Es mi dinero y haré lo que me dé la gana con él. No voy a dejar a Maya completamente desamparada —indicó mi abuelo.
—?Sabes que tienes más nietos y que deberías tratarlos a todos por igual? —replicó mi tío.
—Y eso estoy haciendo, ?crees que no sé que tu madre ha pagado el carnet de conducir de tus dos hijos? ?O la entrada para el coche nuevo que no necesitabas?
—?Desde cuándo debo pedirte permiso para ayudar a nuestros hijos? —intervino mi abuela.
—?Y por qué debo pedirlo yo para ayudar a mi nieta?
—?En serio, después de todo lo que ha hecho?
—?Y qué ha hecho, Olga? ?Cuándo te darás cuenta de que no se puede vivir a través de otras personas y destrozarles la vida en el camino? Daria, Maya, ?quién es el siguiente?
—?Papá!
—?Qué te está pasando? Nunca me habías hablado de este modo.
—Y empiezo a darme cuenta de que debí hacerlo mucho antes.
—?Luis!
Me tapé los oídos sin fuerzas.
Todo el mundo tiene un límite, y yo había caminado sobre el mío durante demasiado tiempo. Dando tumbos, aguantando el equilibrio, tropezando..., y ya no podía más. Ni con los reproches, ni los silencios que dolían más que las palabras. Ni con las miradas que me hacían encogerme y sentir culpable. Simplemente por existir, por querer ser yo.