Cuando no queden más estrellas que contar

Me senté en la cama en cuanto cerré la última caja. Me dolía la rodilla. Saqué un analgésico del cajón de la mesita y lo mastiqué con aire distraído, fingiendo que no sentía aquella opresión.

La pantalla de mi teléfono se iluminó con una notificación de Instagram. Una mención en la cuenta de la compa?ía. La abrí con un nudo en el estómago y vi una foto de mis ensayos, que se tomó pocos días antes de las últimas fiestas navide?as. Días antes de que todo se derrumbara.

?Hasta siempre, Maya. Seguirás bailando en nuestros corazones?, expresaba el comentario.

—Ni que me hubiera muerto —mascullé.

A ver, agradecía el gesto, pero sonaba tan deprimente y definitivo.

Fui a mi cuenta y revisé el resto de notificaciones y mensajes. No había nada importante. Tampoco era raro, ya que apenas publicaba fotos. Súbitamente, dejándome llevar por un impulso, desbloqueé la cuenta de mi madre y me descubrí mirando sus publicaciones. La última era del 31 de diciembre, poco antes de las campanadas. Se encontraba con Alexis, su pareja desde hacía diez a?os, a orillas de una playa con una bolsa de uvas en la mano. Entre ellos aparecía Guille, mi hermano peque?o.

Hermano.

Esa palabra continuaba atascándose en mi garganta. Ya tenía cinco a?os y yo solo lo había visto una vez en todo ese tiempo. Inspiré hondo mientras deslizaba el dedo y pasaba una foto tras otra. Miré sus caras y sus gestos. Las risas y los abrazos. Momentos especiales. Parecían tan felices...

Noté que me quedaba sin aire. Una punzada insistente en el pecho.

No quería, pero una parte de mí envidiaba a ese ni?o por tener a mi madre con él, de un modo que yo nunca la tuve. A mí jamás me miró con esa luz en los ojos, ni con esa sonrisa que nacía más allá de sus labios, bajo las costillas. Nunca me abrazó hasta querer apartarla para que me dejara respirar. Ni me besó con esas ganas que te espachurran dolorosamente las mejillas.

Me detuve en el rostro de mi madre y acerqué la cara a la pantalla para verla de cerca. Apenas teníamos relación más allá del regalo que solía enviarme por mi cumplea?os y un par de llamadas a lo largo de los meses, que duraban lo justo para preguntarnos qué tal estábamos, entre silencios incómodos y frases sin mucho sentido que después me dejaban con una sensación amarga.

No vino a verme cuando tuve el accidente y, en cierto modo, agradecí que no lo hiciera.

Dicen que el tiempo todo lo cura, y yo no dejaba de preguntarme cuánto necesitaría para superar que me había abandonado. Que me había dejado como rehén, a cambio de su propia libertad.

Espiré, inspiré...

Por un instante, quise llamarla.

Por un instante, quise tener el valor de ir a buscarla.

No lo hice. Me limité a ponerme en pie y cargar con la primera caja.

Tomé la llave del trastero, que colgaba de un armarito en la entrada, y salí del piso. Las puertas del ascensor se abrieron y bajé hasta el garaje. Localicé nuestra puerta y la abrí con un poco de esfuerzo. Esa cerradura llevaba a?os sin usarse. Una bocanada de aire seco y rancio se coló en mi nariz. La luz parpadeó y yo contemplé la estrecha habitación. Había más espacio del que imaginaba. Si movía la bici y apilaba las cajas de plástico en el suelo, podría hacer un hueco para mis cosas en las estanterías.

Media hora más tarde, toda mi vida yacía amontonada en una habitación de cemento sin ventilación. Coloqué la última caja y me froté el pecho. En ese momento sentía mi orgullo herido, rabia y mucha tristeza.

Me di la vuelta para largarme de allí y el bolsillo de mi pantalón se enganchó en algo pesado. Solo tuve tiempo de dar un salto hacia atrás para evitar que una caja de madera me cayera sobre el pie. Chocó contra el suelo y crujió con fuerza. La tapa se soltó de las bisagras y los laterales se resquebrajaron. De su interior surgieron unas notas armoniosas, como las de un carillón de manivela.

Era una caja de música.

Me agaché y la tomé entre las manos, arrepentida de mi torpeza.

Era preciosa, pintada de azul y dorado.

La miré con atención. Parecía muy antigua. Hecha a mano. Rocé con la yema del dedo la bailarina de porcelana que escondía en su interior y solté un suspiro de alivio. Era un milagro que no se hubiera roto. Giré la caja, en busca de más desperfectos, y vi que el suelo se había desencajado. Un trozo de papel asomaba por la abertura.

Intrigada, tiré de la base de madera y encontré varias fotografías. En ellas aparecían mi madre y un chico moreno. Me puse en pie y las miré de cerca, bajo la bombilla que colgaba del techo. De repente, el corazón me dio un vuelco y mi respiración se aceleró.

El chico...

El chico que aparecía en las fotos era idéntico a mí.

Nunca he sido muy buena a la hora de encontrar parecidos, pero este era tan evidente... Como si alguien hubiese cogido mi cara y la hubiera usado en una de esas aplicaciones que te muestran cómo sería tu aspecto si fueses un hombre. Y ese lunar sobre la ceja... Yo tenía uno en el mismo lugar.

Recogí los trozos de la caja de música y los coloqué en la estantería. Después me guardé las fotos bajo la ropa y salí del trastero a toda prisa y confundida. Mientras subía en el ascensor, las manos no dejaban de temblarme y mi cuerpo se cubrió con un sudor frío.

Mi madre siempre había asegurado que no sabía quién era mi padre, que una noche bebió demasiado y tuvo sexo con un chico al que no conocía de nada. No sabía su nombre, su edad ni de dónde era. Un fantasma.

Nadie cuestionó su versión.

Nadie puso en duda que esa fuese la verdad.

Sin embargo, las fotos contaban una historia muy diferente.

Movida por un impulso, cogí mi bolso y me planté en la calle. Por la hora que era, Matías aún estaría despierto y yo necesitaba saber si me estaba volviendo loca, viendo cosas donde no las había. Paré un taxi y cinco minutos después se detenía frente al edificio donde vivía mi amigo. Le mandé un mensaje, pidiéndole que bajara, y no tardó en aparecer.

—?Qué ocurre? ?Estás bien? —me preguntó preocupado. Alargué la mano y le entregué una de las fotos. él la tomó sin entender—. ?Qué es esto?

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