Cuando no queden más estrellas que contar

—?Sobre qué?

—Tu vida a partir de ahora, por supuesto.

Me sentía como si acabara de sacar la cabeza del agua después de haber estado a punto de ahogarme y aún diera bocanadas para respirar de nuevo. Así que no, aún no había pensado qué hacer con mi vida.

Me encogí de hombros y pensé en lo que me había dicho Matías.

—Podría volver a estudiar. Matricularme en María de ávila y hacerme profesora.

Ella me miró y dejó escapar un suspiro. El pecho se me encogió, a la espera de una respuesta afilada.

—Deberías buscar trabajo. Lo antes posible.

Asentí y me dirigí a mi habitación. Una vez dentro, lo primero que hice fue pedir cita con mi médico. Después me tumbé en la cama y me quedé allí durante horas, a ratos dormida, a ratos despierta, hasta que perdí la noción del tiempo por completo.

Con la mente en blanco.

Sin pensar en nada.

Pensando en todo.

A la espera del estallido que no terminaba de llegar.

De las grietas.

Del derrumbe.

De los escombros a mis pies.

Mis propios pedazos.

Sin embargo, no hubo nada de eso, solo lágrimas. Amargas y saladas. Ardientes y dolorosas. Que me dejaron vacía e insensible.

Lágrimas que no tenían una razón concreta, ya que, al pensar en Antoine, solo escuchaba una vocecita que me decía que las relaciones empiezan y acaban. Así, sin más. Escarbé en mi interior, buscando la rabia, el orgullo herido, el dolor por la traición y la ruptura. Y no encontré esas emociones por ninguna parte.

Y me aterraba, porque ?qué decía eso de mí? De él. De nosotros. ?Hubo un nosotros?

Lágrimas que no tenían un motivo concreto ya que, al pensar en la carrera profesional que se había deshecho entre mis manos como un cubito de hielo, solo sentía la ansiedad que me provocaba el miedo a mi abuela. A su rechazo. Su indiferencia. A perderla también a ella. Su cari?o hacia mí siempre había sido proporcional a la perfección de mis piruetas y saltos. ?Podría quererme ahora por ser solo yo?

Y me asustaba, porque si la respuesta era no, ?qué me quedaba?

Solo quedaría yo.

Y ?quién era yo?





9




Habían pasado varios días desde que me hice las pruebas cuando mi médico me llamó para darme los resultados. Respiré aliviada al escuchar que no tenía de qué preocuparme. Ni infecciones ni enfermedades de transmisión sexual. Todo seguía bien.

—Gracias.

Colgué el teléfono y todo mi cuerpo se relajó.

Después miré a Matías. Estábamos tomando un café en la terraza del Starbucks situado en la plaza de Callao. él me observaba desde el otro lado de la mesa.

—?Buenas noticias? —me preguntó.

—Sí, mi vagina sigue siendo un jardín incorrupto y mi pubis no se ha convertido en un criadero de ladillas.

Matías rompió a reír y salpicó la mesa con el café que acababa de sorber. Miré con horror la pila de currículums. Me había costado la vida hacer algo decente que no me avergonzara ense?ar, y la copistería tampoco había sido barata. ?Qué desastre!

—?Mierda, Matías, los has estropeado! —gimoteé. Los repasé uno a uno y aparté los que se habían salvado. Mientras, él seguía muerto de risa—. ?Te hace gracia que diga vagina?

—Es una palabra feísima.

—Porque pene es música en los oídos.

—Para mí sí.

Entorné los ojos con malicia y una sonrisita se dibujó en mis labios.

—Vagina, vagina, vagina... Vaginaaaaaaaa.

Una se?ora me miró con el ce?o fruncido desde una mesa cercana. Junto a ella, un se?or que parecía su marido disimulaba una sonrisa tras un periódico.

—Es mi ginecólogo —le dije a la mujer con mi expresión más inocente.

Las carcajadas de Matías sonaron mucho más fuertes. Se inclinó hacia delante, con lágrimas en los ojos, y apoyó la frente en la mesa. Me miró de soslayo.

—Estás loca.

—Y tú eres un crío. Por cierto, además de invitarme al café, me debes cinco euros por los currículums.

—?No ha sido culpa mía! —Lo taladré con la mirada. él hizo un mohín y me dio una patada bajo la mesa—. Vale. ?Qué quieres hacer ahora?

Me encogí de hombros y tamborileé con los dedos sobre los folios.

—No sé, por esta zona hay bastantes tiendas y cafeterías. Debería echar alguno de estos, ?no?

Matías asintió y se puso en pie. Me ofreció la mano y yo me aferré a su cintura como un bebé koala, lo que hizo que me ganara uno de sus besos en la frente. Lo quería con locura. Mi única constante en medio de tanta incertidumbre.

Pasamos la ma?ana visitando tiendas, cafeterías y restaurantes. A la hora de comer, me dolían los pies y tenía calambres en la cara de tanto sonreír para causar buena impresión.

—?Crees que me llamarán? —le pregunté a Matías frente al portal de mi edificio.

—Algo caerá.

—Eso espero, necesito ahorrar este verano para sobrevivir al invierno.

Su expresión se volvió más dulce y me apartó el pelo de la cara.

—Busca un gestor y mira lo de las prestaciones, ?vale? Es posible que tengas derecho a paro o a alguna otra ayuda.

—Lo haré, no te preocupes.

—Tengo que irme. Le he prometido a Rodrigo que comeríamos juntos.

—Rodrigo y tú pasáis mucho tiempo juntos.

—No te jode, vive conmigo.

—Y a ti eso no te disgusta.

Se le escapó una risita.

—No le intereso.

—él se lo pierde.

Nos despedimos con un abrazo y me sostuvo así durante un ratito. Sus brazos eran un refugio para mí, entre ellos todo parecía ir bien. Tenían ese efecto. Me relajaban. Me calmaban.

Subí a casa por las escaleras. Al llegar arriba, Carmen salía del piso con los ojos rojos y el rostro descompuesto. La miré y el corazón me dio un vuelco.

—Carmen, ?qué pasa? ?Mi abuelo está bien? —Pensé en él de inmediato.

—Sí, Maya, está bien —respondió con una sonrisa que no llegó a sus ojos.

—Entonces, ?qué ocurre?

—Me marcho, tu abuela ha prescindido de mis servicios.

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