Cuando no queden más estrellas que contar

Salí a la calle y me tapé los oídos para dejar de escuchar mi nombre en su boca.

A cada paso que daba, el dolor era más intenso y no sabía qué hacer con él. Se me clavaba muy dentro y escocía.

No miré atrás ni una sola vez. No quería volver a ver a ese imbécil en toda mi vida.

Matías me dio alcance y me obligó a detenerme. Me sostuvo por los hombros, mientras me observaba con sus ojos oscuros, y no dijo nada. No hacía falta, conocía cada expresión de su cara y lo que significaba.

—Tú lo sabías.

—Tenía la sospecha.

—?Y por qué no me has dicho nada? —lo acusé con rabia.

—Porque no estaba seguro, Maya. No podía arriesgarme a joder lo vuestro por una duda. Lo siento.

—?Y desde cuándo lo sospechabas?

—Un par de meses, más o menos.

—?Un par de meses, de verdad?

—Empecé a notarlo raro días después de que Natalia le pidiera a Sofía que te sustituyera como su pareja. Ella le tiraba los tejos y él se dejaba querer, ya sabes cómo es. Pero no se me pasó por la cabeza que Antoine hiciera nada. ?Joder, te adora! Luego vi ciertas cosas y...

—Vale, déjalo, prefiero no saberlo.

Escondí la cara en su pecho y mis lágrimas le mojaron la camiseta. Noté su mano en mi nuca y un peque?o beso en el pelo. Con la otra mano me frotó la espalda de arriba abajo.

—Es un capullo —dijo en voz baja. Asentí y se me escapó un sollozo—. No te merece.

—No.

—?Qué quieres hacer?

—Atocha no queda lejos, podría ponerme delante del siguiente AVE que salga. Con ese morrito en punta es imposible que falle —gimoteé. Noté que él se agitaba con una risa silenciosa—. No tiene gracia.

—Sí que la tiene.

—Quiero ir a casa —susurré, esta vez en serio.

—Pues vamos.

Guardamos silencio durante todo el camino. él me sostenía, como siempre hacía, y yo me dejaba arropar por su cari?o real y desinteresado. Lo quería con locura y es que su mera presencia tenía un efecto inmediato en mí. Me tranquilizaba.

Mi teléfono no paraba de sonar. Su timbre era una tortura, porque sabía de quién se trataba. Me detuve un momento y bloqueé sus llamadas y mensajes. Después borré su número.

—?Estás segura de eso? —me preguntó Matías con cautela.

—Me ha puesto los cuernos. A saber desde cuándo y con cuántas chicas. No pienso hablar con él.

Cuando llegamos al portal de mi edificio, me costó un mundo deshacerme de su abrazo.

—?Estarás bien? —me preguntó.

—Sí, no te preocupes.

—Puedo quedarme, si quieres.

—Ya sabes cómo es mi abuela.

—Y a mí se me da de maravilla ignorarla.

—Por eso no te aguanta.

—Como si me importara.

Bajé la mirada a mis pies. En el fondo no quería despedirme de él, porque sabía que, una vez se fuera, se llevaría consigo el salvavidas que me mantenía a flote y entonces me hundiría sin remedio en un océano de autocompasión.

—Sabes que tú y yo seríamos la pareja perfecta, ?verdad? —le dije en voz baja.

—Ya lo somos, tonta.

—Deberíamos hacer una de esas promesas desesperadas, que tan bien quedan en las películas. Si dentro de diez a?os tú no has encontrado al hombre de tu vida y yo sigo saliendo con capullos, nos casaremos y envejeceremos juntos.

—Me parece bien. Pero ?qué pasa con el sexo?

—El sexo está sobrevalorado.

—Eso solo lo diría alguien que no ha echado un buen polvo en su vida.

Fruncí el ce?o y le di un manotazo en el pecho.

Matías rompió a reír y me abrazó con fuerza contra él. Me encantaba su risa, suave y susurrada, y la forma en que sus brazos me sostenían. Mi ni?o. Mi refugio.

La gente pasaba a nuestro alrededor.

El mundo continuaba moviéndose.

El tiempo avanzaba inexorable.

La inmensidad del universo nos envolvía y, en ese espacio infinito, mis problemas y yo no éramos más que un punto invisible.

Era aterrador sentirse tan insignificante.





6




Al día siguiente, mi abuela cambió su estrategia de tortura y se dedicó a ignorarme. Hacía como si yo no existiera y lo llevó a tal extremo que, a mediodía, no había un plato en la mesa para mí.

Mentiría si dijera que no me dolió, porque lo hizo.

Matías me había dicho en alguna ocasión que lo que Olga hacía conmigo podía considerarse maltrato. Nunca quise escucharlo. La mera idea me parecía atroz. Mi abuela siempre había sido muy severa conmigo, cierto, pero lo hacía para motivarme. Me empujaba a trabajar duro dentro de un mundo muy competitivo en el que, para ganarte un nombre, no puedes conformarte con ser solo buena.

Los problemas entre nosotras surgieron cuando yo empecé a tener mis propios sue?os. Deseos que no coincidían con los suyos y que yo acababa sacrificando para complacerla. Así que, de una manera u otra, ella siempre se salía con la suya y yo me conformaba con tal de evitar discusiones.

Puede que por inercia.

Puede que por costumbre.

Puede que Matías tuviera razón y en realidad siempre la había temido.

Mis abuelos eran mi única familia cercana, las personas con las que había crecido. Cuando yo nací, mis dos tíos, hermanos mayores de mi madre, ya vivían fuera de Madrid y solo nos visitaban en Semana Santa y Navidad. Nunca tuve mucha relación con ellos ni sus familias.

No tenía a nadie más que mis abuelos y la posibilidad de perderlos y quedarme sola me había aterrado desde muy peque?a. Si a mi madre le había costado tan poco dejarme, ?por qué no a ellos? Ahora, ese miedo comenzaba a diluirse bajo otra cosa. Amor propio, dignidad, no estaba segura. Lo único que sabía era que no merecía un trato tan humillante. No había hecho nada malo y, durante los últimos seis meses, mi abuela había logrado que viviera un infierno de reproches y comentarios hirientes.

María Martínez's books