Cuando no queden más estrellas que contar

Desde muy peque?a, tuve que trabajar muy duro para complacerla, incapaz de soportar su desaprobación. Ella me llevaba al límite de mis posibilidades con una exigencia cruel y despiadada, mayor incluso que la de mis profesores más estrictos. Y seguía sin ser suficiente.

Nunca sentí su afecto, ni el amparo de su protección. Daba igual lo importante que fuese la meta o el logro que pudiera alcanzar, jamás me felicitaba o animaba, porque ser la mejor y seguir escalando hasta la cima era lo que se esperaba de mí. En cambio, no se cortaba a la hora de mostrar su desprecio si me equivocaba. Era implacable.

Yo nunca había sido su nieta, sino su proyecto. En ese momento, mirándola a los ojos, lo tuve más claro que nunca. Me había transformado en una marioneta asustadiza y obediente, que siempre acababa bajando la cabeza y volviendo al redil. Pensé en mi madre y, aunque mi cuerpo se rebelaba ante ese pensamiento, comprendí por qué huyó de aquella casa. Aunque en medio de esa huida también me abandonó a mí.

Me di cuenta de que estaba a punto de desmoronarme. Sin embargo, no pensaba darle esa satisfacción y, mucho menos, pedirle el perdón que me exigía con su mirada. Así que salí del salón sin decir nada más y me encerré en mi habitación.

Abrí la ventana para que entrara algo de aire y me senté en la cama.

Contemplé el póster de Maya Plisétskaya que colgaba de la pared. El día que nací me pusieron su nombre, presagio de lo que después sería mi vida. Ojalá también hubiera heredado su espíritu libre y salvaje. La voluntad para defenderme y ser solo yo.

Traté de evitarlo, pero el dolor, la tristeza y la amargura se apoderaron de mí. ?Qué iba a hacer ahora? Saqué el teléfono y marqué el número de Antoine. Tras varios tonos, saltó el contestador. Colgué y le envié un mensaje:

No ha ido bien.

Llámame cuando acabes, por favor.

Después le escribí a Matías:

?Estás?

?Cómo ha ido?

Me limpié las lágrimas con la mano y me sorbí la nariz.

Mal.

Te recojo dentro de treinta minutos.

?Y las clases?

Tú eres más importante.

Sonreí. Adoraba a Matías.

Me asomé a la ventana y esperé hasta que vi a mi amigo caminando por la acera. Lo saludé con la mano y le pedí que me esperara abajo. En el salón solo se encontraba mi abuelo, y desde la cocina surgían las voces de Carmen y mi abuela organizando la lista de la compra y las comidas. Me acerqué a él y posé mi mano sobre la suya.

—Lo siento —susurré.

él esbozó una peque?a sonrisa.

—No has hecho nada malo. Y no te preocupes por ella, ya se le pasará. Es dura contigo porque la criaron de ese modo. Si hubieras conocido a su madre, la entenderías.

Me mordí el labio con fuerza y asentí, aunque no estaba de acuerdo con él. Mi abuelo la adoraba y siempre la disculpaba, y arreglaba a su manera los destrozos que ella causaba. Solo que no todo podía arreglarse, y menos las personas. Un espíritu quebrado no se compone de trozos que se puedan pegar. Es como el agua que se escurre entre los dedos y se filtra en la tierra seca. Es la ceniza que queda tras el paso del fuego y se deshace con un peque?o soplo. Es un trozo de hielo bajo el sol. Desaparece y no hay modo de recuperarlo.

—Ya... —musité.

—No es el fin del mundo, aunque pueda parecerlo, Maya. No olvides que cuando una puerta se cierra, siempre se abre una ventana.

—?Y si la ventana también se cierra?

—Golpeas la pared hasta abrir un agujero.

Lo miré y le dediqué una sonrisa, a pesar de que sabía que no podía verme. Le di un beso en la mejilla.

—Voy a salir a dar un paseo.

—Ten cuidado.

Me escabullí sin hacer ruido y bajé las escaleras a toda prisa. Matías me recibió con los brazos abiertos y me apretujó contra su pecho como si hiciese meses que no nos veíamos. Me miró a los ojos y chasqueó la lengua al ver que los tenía hinchados y rojos.

—Necesitamos una cerveza y un pincho de tortilla.

—Solo son las once. Además, ?qué pasa con tu dieta?

—Que le den a la dieta. Esta noche no ceno y listo.

—Matías... —susurré.

Me preocupaba su salud en ese sentido, porque debía hacer muchos sacrificios para mantener su cuerpo esbelto y dentro de un peso aceptable. El problema era que del sacrificio a un trastorno solo había una línea muy delgada, fácil de cruzar. Lo había visto muchas veces a lo largo de los a?os y no todo el mundo lograba salir de ese agujero.

Me sonrió y yo le devolví la sonrisa.

Conocía a Matías desde los ocho a?os, cuando ambos nos presentamos a las pruebas de acceso al conservatorio. Nos colocaron en el mismo grupo y compartimos los nervios de las audiciones. Semanas después volvimos a coincidir, esta vez como compa?eros de clase. Y nos hicimos inseparables.

Enlacé mi brazo con el suyo y nos dirigimos al centro.

—?Qué te ha dicho el médico? —me preguntó.

—Que no puedo continuar en el ballet profesional. Tengo la pierna destrozada y, si sigo bailando con esa exigencia, acabaré necesitando un bastón para caminar, o algo aún peor.

Matías se detuvo y me miró con los ojos muy abiertos. Era evidente que no esperaba tal noticia.

—Pedirás una segunda opinión, ?no?

—?Para qué? Eloy Sanz es el mejor traumatólogo de este país. Si él no ha podido arreglarme, nadie lo hará. Se acabó, Matías, no volveré a bailar en un escenario.

él suspiró consternado. De repente, me abrazó de nuevo. Me estrechó muy fuerte, aunque de un modo distinto, con una emoción que me atravesó la piel y llenó mis ojos de lágrimas.

—Lo siento mucho, Maya. Joder, no sé qué decir.

Asentí con el rostro escondido en su cuello.

—?Y ahora qué? No sé hacer otra cosa.

Matías me rodeó los hombros con el brazo y me instó a seguir caminando.

—Podrías convertirte en profesora, aún estás a tiempo de matricularte en María de ávila. No creo que tengas problemas para entrar.

—Pedagogía son cuatro a?os de estudios y no sé si tengo madera para ense?ar.

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