Cuando no queden más estrellas que contar

Yo no respondí, solo la observé alejarse.

Un viento cálido me recibió a la salida del aeropuerto de Fiumicino.

Me quedé inmóvil en la acera, más consciente que nunca de dónde me encontraba. Pensé en dar media vuelta y tomar un avión de regreso a Espa?a. Ahora que volvía a ser yo, y no una loca desquiciada, mi mente funcionaba con lucidez. Mi abuelo me había dado tres mil euros, era mucho dinero, y con eso podría alquilar una habitación e ir tirando hasta encontrar trabajo.

Era lo más sensato.

Lo más prudente en mi situación.

Sin embargo, no me moví. Mis pies parecían anclados al suelo. La gente pasaba por mi lado y yo seguía quieta como una estatua. Pensando. Dudando. ?Qué me esperaba realmente en Espa?a? Nada, salvo Matías, y él tenía su vida. Además, pronto se iría de vacaciones a Gijón con su familia.

?Oh, Matías!

Me había ido sin decirle nada. Saqué mi teléfono del bolso y lo encendí. De repente, entraron un montón de mensajes. Eran suyos, me preguntaba si estaba bien y si quería salir a tomar algo. En el último parecía bastante cabreado y amenazaba con denunciar mi desaparición. Le escribí, asegurándole que me encontraba bien y que pronto se lo contaría todo.

Volví a guardar el teléfono y las palabras de Fiodora aparecieron en mi cabeza como un suspiro.

?Creo que esta es tu se?al, Maya, y creo que deberías seguirla.?

Yo también empezaba a creerlo, porque lo necesitaba. Aunque no tenía ni idea de qué estaba buscando, ni qué esperaba encontrar. Adónde me conducía realmente aquel impulso. Solo sabía que necesitaba ir hasta ese pueblo y ver a Giulio.

Compré un billete y me dirigí al andén a toda prisa. El siguiente tren a Nápoles partía en solo cinco minutos. Una vez dentro, coloqué mi maleta en el portaequipajes y ocupé mi asiento. Una leve sensación de vértigo me hizo agarrarme al reposabrazos.

Cerré los párpados.

De pronto, noté unos golpecitos en el brazo.

—Mi scusi, signorina, siamo arrivati a Napoli. —Abrí los ojos y me encontré con el revisor, que me miraba desde arriba con una sonrisa. Debía de haberme quedado dormida en algún momento del trayecto. él se?aló la ventanilla—. Siamo alla stazione di Napoli. Capisce la mia lingua?

Me espabilé de golpe al darme cuenta de lo que me decía. Asentí. No es que entendiera perfectamente el italiano, pero durante los primeros a?os en el conservatorio tuve un profesor de Técnica que era genovés y solía hablarnos todo el tiempo en su idioma materno.

—Grazie.

Me puse en pie. Cogí mi equipaje y bajé del tren.

La Estación Central de Nápoles era enorme y me costó un poco averiguar dónde se encontraba la línea Circumvesuviana. Compré un billete en la taquilla y me dirigí al andén subterráneo desde donde salía el tren. Me encontré con un montón de gente esperando: mochileros, turistas, familias al completo y personas que volvían a sus casas después del trabajo. Me sorprendió que hubiera tanta afluencia para ser un día entre semana.

Localicé un hueco junto a las puertas del vagón y me senté en mi maleta. Me puse los auriculares y elegí una playlist al azar. Comenzó a sonar Everyone changes de Kodaline. Cualquier otro sonido desapareció: las voces, las risas, el traqueteo sobre los raíles. Era como si el mundo se hubiera quedado mudo y solo existieran la música, el paisaje y mi corazón latiendo muy fuerte.

Empecé a cantar bajito. Al otro lado del cristal, las vistas iban cambiando conforme avanzábamos. Chabela tenía razón. El trayecto desde Nápoles a Sorrento era precioso. Ciudades grandes y pueblos peque?os. Colores tierra y verdes oscuros. De vez en cuando, el mar asomaba perezoso a lo lejos, entre tonos azules que iban del cian al turquesa.

Cuando el tren se detuvo en la estación de Sorrento, eran casi las nueve. El sol perdía fuerza tras los tejados y las farolas comenzaban a alumbrar las calles.

Dejé atrás el andén y me adentré en el corazón del pueblo. Me parecía mentira que esa misma ma?ana me hubiera despertado en Madrid. Tenía la sensación de que habían pasado a?os desde que había hablado con Fiodora, o desde que había salido huyendo de la que ya no era mi casa para subirme a un avión sin detenerme a pensar en lo que hacía.

Inspiré hondo y el olor a comida se enredó en mi nariz. Mi estómago protestó con un gru?ido y me di cuenta de que no había ingerido nada en todo el día, salvo un té y un caramelo. Necesitaba comer algo, cualquier cosa, pero antes debía encontrar un lugar donde dormir. Otro detalle en el que no había reparado hasta ahora.

Miré a mi alrededor y vi una plaza al fondo de una calle. Fui hasta allí y me senté en un banco, después encendí mi móvil y busqué información sobre hostales y hoteles. La oferta era bastante amplia.

—Lo siento mucho, pero todas nuestras habitaciones están ocupadas. Ma?ana es la fiesta de San Andrés Apóstol en Amalfi y suele venir gente de todas partes.

—?Y sabe dónde podría conseguir una habitación?

La recepcionista me miró con pena y forzó una sonrisa.

—No, lo siento, y dudo que encuentre algo, la verdad. La gente reserva con semanas de antelación. La fiesta de San Andrés es una de las más importantes de la región y vienen muchos turistas. Amalfi es un pueblo muy peque?o y, como está cerca, suelen elegir Sorrento para instalarse.

—Gracias de todas formas.

—Puede probar a través de Airbnb o Booking, hay muchos particulares que alquilan habitaciones durante los meses de verano.

—Lo intentaré, gracias.

Salí de allí con el ánimo por los suelos. Había recibido la misma contestación en todos los hoteles en los que había probado suerte: ?Completo?.

No sabía qué hacer. Estaba hambrienta, cansada y necesitaba una ducha.

Miré al cielo y vi las primeras estrellas brillando.

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