Cuando no queden más estrellas que contar

Mi mirada voló hasta la ni?a. Su padre se la había sentado en el regazo y le daba muchos besos en las mejillas. Se reían sin parar y yo sonreí al verlos.

Un pensamiento inesperado se coló en mi cabeza.

—?Puedo vivir con mi padre? —pregunté casi sin voz.

Tenía siete a?os y ya sabía que todos los mamíferos tenían un papá y una mamá; y que los humanos también éramos mamíferos. Mi profesora nos lo había explicado en clase. Así que yo debía de tener un papá en alguna parte. Puede que tampoco se llevara bien con la abuela y por eso no venía a verme.

De pronto, mi madre posó su mano sobre la mía y la apretó con fuerza.

—Tú no tienes padre, Maya.

—Todos los mamíferos...

—No sé quién es tu padre. No sé cómo se llama, ni dónde vive. Nada. Así que olvídalo, porque nunca podrás conocerlo. ?Está claro?

La miré a los ojos, sorprendida por su severidad pese a la lástima que reflejaba su rostro mientras me observaba. Asentí con un nudo en la garganta.

—Sí.

—No hay un papá pensando en ti. No sabe que existes, ?lo entiendes?

—Sí —repetí con lágrimas en los ojos.

—Estas cosas pasan. Algún día lo entenderás, cuando seas mayor.

—Vale.

—Entonces, prométeme que no volverás a pensar en esto.

—Lo prometo.

Y así, ese deseo quedó escondido en lo más profundo de mi alma, enterrado en un olvido impuesto.

—Y también debes prometerme que serás buena, así seguiré viniendo a verte —susurró en el mismo tono rígido.

—Te lo prometo.

Lo cumplí. Fui buena y me porté bien. Mi madre volvió al a?o siguiente para pasar un día conmigo. Y también al siguiente. Aunque en algún momento dejé de ser buena, sin darme cuenta, porque ella dejó de visitarme.





17




Hice un recuento de lo que llevaba en la maleta y el mundo se me cayó encima. ?Y mi ropa? Estaba segura de que había guardado muchas más prendas que aquel par de vestidos, tres pantalones cortos y media docena de camisetas, algunas demasiado viejas para salir a la calle con ellas.

Rebusqué otra vez, como si la ropa fuese a multiplicarse por arte de magia solo porque yo no dejaba de gimotear como un bebé. Me quedé sentada en el suelo, resignada y malhumorada, y me esforcé por ver el lado positivo. Decidir qué ponerme ya no iba a ser un problema.

Elegí el vestido menos arrugado. Después me cambié los calcetines por otros más cortos y me puse las zapatillas. Salí del cuarto un poco nerviosa, aún impresionada por mi encuentro con Giulio. Una casualidad que quizá no lo fuera, o eso quería creer.

Dicen que tus decisiones marcan tu destino, pero ?y si el destino me había elegido a mí? ?Y si todo formaba parte de su plan? ?Más se?ales?

El aroma a café recién hecho me distrajo de mis pensamientos desquiciados y floté tras la estela de ese maravilloso olor hasta la cocina. Encontré a Lucas de espaldas a la puerta, junto a la encimera, atareado con algo que no podía ver bien. Lo observé. Iba vestido con un pantalón de lino beis y una camisa blanca con las mangas enrolladas hasta los codos.

—Buenos días —saludé, como si unos minutos antes no nos hubiéramos visto medio desnudos.

Giró la cabeza y una sonrisa espontánea y sincera se dibujó en sus labios al descubrirme.

—Buenos días, ?tienes hambre?

—Mucha —confesé.

Me pidió con un gesto que me sentara. Llevaba la camisa abierta y yo intenté no mirarlo más de lo necesario, mientras él quitaba del fuego la cafetera y la ponía sobre un pa?o en medio de la mesa. Sacó tazas de un armario y dos cucharillas de un cajón. Por último, colocó un plato con varios trozos de bizcocho.

Se sentó frente a mí y sirvió el café.

Luego me ofreció una de las tazas.

—Gracias —susurré. El café olía fuerte y era espeso. Le di un sorbo y después cogí un trozo de bizcocho, que me fui comiendo a pellizcos—. Está muy bueno.

Lucas masticaba e hizo un mohín burlón.

—Y muy dulce.

Mis ojos se abrieron como platos y rompí a reír. ?Qué idiota!

—?Vas a decirme que nunca has visto a una chica con unas braguitas ridículas?

—A mí no me han parecido ridículas. A ver, en conjunto estaban bastante bien.

Le sostuve la mirada y sacudí la cabeza. Era imposible no darse cuenta del aire despreocupado de su postura o la confianza que impregnaba sus movimientos. Eran contagiosos. Y no sé, me salieron sin más. Las palabras tomaron forma en mi boca antes de ser consciente de que las estaba pronunciando.

—Lucas, ?me alquilarías la habitación?

él me miró por encima de su taza. Lo había pillado por sorpresa.

—?Quieres alquilar la habitación? —preguntó extra?ado—. ?Por qué?

—?Has visto este sitio? Es genial, me encanta.

—Maya, la alquilo por meses, no por días. No es ese tipo de inquilinos el que me interesa.

—Es que he pensado quedarme un tiempo —dije como si nada. él me miró suspicaz—. Oye, tengo dinero.

Me observó durante una eternidad. Con curiosidad, con calma, y tuve la impresión de que Lucas no era de esa clase de personas que se precipitan. Pese a que parecía que vivía a impulsos, al día y sin ataduras.

Inspiró hondo y soltó el aire con fuerza por la nariz.

—Serían trescientos euros al mes con gastos incluidos, y una fianza de ciento setenta y cinco.

—Me parece bien —dije sin dudar. Entre lo poco que tenía ahorrado y el dinero de mi abuelo, podía permitírmelo. Quería estar cerca de Giulio y aquella era la mejor forma.

—Las tareas de la casa son compartidas, y te correspondería la mitad del espacio en armarios, nevera y ba?o. Puedes invitar a amigos, pero nada de fiestas, y siempre avisando primero. Yo haría lo mismo contigo. Tu cuarto, tu castillo; lo que pase ahí dentro y con quién es cosa tuya.

—De acuerdo. Voy a darte el dinero.

Me dispuse a levantarme cuando él se inclinó sobre la mesa y me frenó con una mano en la mía. Noté un cosquilleo allí donde me tocó.

—Para que vivas aquí, debo saber algunas cosas sobre ti. Son las normas de Catalina y también las mías.

Me puse a la defensiva de inmediato, fue instintivo.

María Martínez's books