Cuando no queden más estrellas que contar

Las luces navide?as, los árboles y los belenes decoraban desde hacía días las calles de Sorrento. Pese al frío, una multitud de turistas había invadido el pueblo durante la festividad de la Inmaculada. La gente se arremolinaba en los mercadillos, se hacía fotos bajo el árbol de Navidad gigante que se había instalado en la plaza Tasso y formaba colas frente a las pastelerías para comprar los dulces típicos de esos días. Mis favoritos eran los struffoli, unas bolitas dulces, recubiertas de miel y virutas de colores.

Me llevé otra a la boca y la mastiqué con ganas, mientras nos api?ábamos junto al árbol de la plaza. éramos demasiados para entrar todos en el encuadre de la cámara, y por más que Dante estiraba el brazo, a los ni?os solo se les veía la coronilla, a Roi y a Julia parecía que los habían decapitado y de Blas apenas se atisbaba un hombro.

Al final, una mujer que vendía casta?as se ofreció a tomarla por nosotros.

—Sorridete!

Inspiré hondo y compuse mi mejor sonrisa. Me sentía muy feliz.

Apreté con fuerza la mano de mi padre y estreché a mi abuela contra mi costado.

—Un’altra.

Mi primera foto en familia. Mi familia al completo, porque cada uno de ellos lo era. Partes de un todo. La familia no es sangre, es un sentimiento. Una emoción cálida que te arropa y te envuelve. Aunque la mía, pese a ser perfecta, estaba incompleta. El hueco era tan visible que me resultaba imposible ignorarlo y seguir adelante sin él se convertía en un reto que superar cada día.

—?Estás bien?

La pregunta me arrancó de mis pensamientos. Alcé la vista del suelo y mis ojos se encontraron con los de mi padre, que me observaba preocupado. Me había quedado rezagada y los demás se alejaban. Asentí y forcé una sonrisa.

—Sí.

Eché a andar y él acomodó su paso al mío.

—Maya, puedes hablar conmigo de lo que sea; lo sabes, ?no?

Sacudí la cabeza, mientras mi pecho se expandía con una brusca inspiración.

—No va a volver, ?verdad? él no va a regresar.

—No lo sé.

—Han pasado semanas.

Su expresión se ensombreció un poco y yo contuve el aliento.

—A veces, las personas que nos importan no llegan a nuestras vidas para quedarse, sino para ense?arnos a madurar.

—Madurar es un asco —resoplé.

Una sonrisa bailó en su boca, mientras me rodeaba los hombros con el brazo y me acercaba a su costado. Posó los labios en mi sien.

—Lo sé —susurró contra mi piel.

—?Y ahora qué hago?

Me gui?ó un ojo y deslizó su mano por mi brazo hasta alcanzar mis dedos.

—Cuando no sepas qué hacer...

Me hizo girar con una pirueta y exclamamos al mismo tiempo: —?Baila!

Rompimos a reír, con esa inmensidad que solo existe en las cosas peque?as, las que no se pueden tocar, solo sentir.

él suspiró mientras volvía a abrazarme y continuamos moviéndonos entre la gente que abarrotaba el mercadillo.

—Si te sirve de algo, yo pienso quedarme para siempre.

Sonreí y tuve que parpadear para contener la emoción que me velaba los ojos.

—Me sirve, papá.





78




Dicen que el amor es algo vivo y, como todas las cosas vivas, alguna vez tiene que morir. Me quedaba ese consuelo. Que algún día ese sentimiento, que ahora me rompía por dentro, se diluyera y solo quedara el vago recuerdo. Una peque?a cicatriz, que con el paso del tiempo se aclara, se afina y cuesta distinguir. Se convierte en historia.

Subí las escaleras sin prisa, perdida de nuevo en mis divagaciones. Solía distraerme con mis pensamientos. Me sumergía en mis sentimientos. Hay que dejarse llevar por el vaivén de las emociones. Sentirlas. Asumir que algunas duelen y que ninguna mata, por mucho que sientas lo contrario.

Encajé la llave en la cerradura y empujé la puerta. Me quedé paralizada al encontrar la luz del salón encendida. Entré y el suelo comenzó a girar bajo mis pies, mientras yo trataba de entender qué significaban las lucecitas, los adornos, las guirnaldas y los espumillones. Y, lo más importante, quién había colocado toda esa decoración.

La posibilidad me abrazó y yo me sentí débil por una ilusión que no podía permitirme. La caída me destrozaría.

Tiré el bolso al suelo y me moví por el salón casi con miedo. El ambiente olía a plástico y a algo delicioso que provenía de la cocina. Otra nota captó mi atención. Se coló en mis pulmones y me arrancó un jadeo. Un leve aroma que reconocería en cualquier parte. Tan suyo. Tan mío.

Me adentré en la cocina. Sobre la encimera había varias bolsas con comida y en el horno se doraba algo hecho con hojaldre. No sabía qué pensar, qué creer ni cómo sentirme. Todas las posibilidades me sobrecogían, tanto como prometían.

Intentaba respirar cuando lo sentí a mi espalda.

Me di la vuelta. Despacio. Muy despacio. Torpe. Insegura. Asustada y mil cosas más.

Estaba tan cerca que lo primero que vi fue su camisa y la piel de su cuello. Alcé la vista y me encontré con sus ojos, de un azul tormentoso, clavados en los míos. Recorrí su rostro, las pecas que lo salpicaban como diminutas estrellas, el contorno de sus labios...

Inspiré.

—?Qué es todo esto?

—Aquí es costumbre poner la decoración de Navidad el Día de la Inmaculada. Aún queda por montar el árbol, te estaba esperando para hacerlo juntos.

Escuchar de nuevo su voz me hizo cerrar los ojos. Cuando volví a abrirlos, las lágrimas se derramaron sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

—?Eh! —susurró al tiempo que alzaba las manos y me secaba las mejillas—. No llores, por favor.

—Pensaba que no volverías.

—Tenía demasiadas cosas que resolver.

—Has tardado mucho.

Lucas sonrió ante mi tono disgustado.

—Lo sé, y lo siento de veras.

Una de sus manos resbaló por mi cuello y se enredó en mi nuca. La otra se posó en mi cintura. Las mías cayeron en su estómago, porque necesitaba cerciorarme de que era real. Y lo era. El calor de su piel se filtró hasta las puntas de mis dedos. Mi cuerpo reaccionó, absorbiéndolo, reconociéndolo, zambulléndose en él. Persiguiendo sus movimientos.

Nos miramos durante una eternidad, tan cerca que lo respiraba cada vez que inhalaba. Tan cerca que él me llevaba consigo cada vez que inspiraba.

—?Vas a quedarte?

Apoyó su frente en la mía y asintió.

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