—No tiene nada que ver con cómo soy. Es más complejo que eso —dijo en voz baja.
Echó a andar hacia una barquita varada en la arena y yo lo seguí. Se apoyó en la popa, de frente al mar, y con un gesto me pidió que me acercara. Me coloqué a su lado, tan cerca que nuestros brazos se tocaban. Ladeé la cabeza y observé su perfil. Aún me parecía mentira que estuviera allí, como si nada, cuando me había convencido a mí misma de que no volvería a verlo nunca más.
El silencio lo absorbió todo durante unos instantes. Entonces, inclinó la cabeza y me miró.
—Mi padre se llamaba Vincenzo y era el mejor hombre del mundo. No había nadie como él y yo lo adoraba. Sé que habrá millones de hijos pensando lo mismo de sus padres, pero es que el mío era especial. No te haces una idea. —Una peque?a risa escapó de sus labios y los míos se curvaron con una sonrisa—. Estaba muy unido a él y quedé destrozado cuando murió. Nunca lo superé. Ese dolor se quedó conmigo y sigue aquí. —Se llevó la mano al pecho y se dio dos golpecitos—. Por eso, un día me prometí a mí mismo que nunca tendría hijos. No porque no los quisiera, sino porque me negaba a darle vida a una persona que un día sufriría tanto por mí como yo lo hacía por mi padre. No me parecía justo causar ese dolor, por mucho que la gente diga que es ley de vida.
Parpadeé sorprendida. ?Esa era la razón? ?No quería causar el sufrimiento que provoca una pérdida? Lo miré como si lo viera por primera vez. Yo nunca había experimentado la muerte de nadie que me importara. No sabía qué se sentía, aunque el desamparo que brillaba en la mirada de Giulio en ese momento me daba una pista.
—Pensarás que es absurdo, ?no? —a?adió sonriendo.
—No lo es. Perdiste a tu padre cuando solo eras un ni?o y esa experiencia traumática te marcó. No puedo juzgarte por eso.
—Ni yo a ti por haber ido a buscarme.
—No debí hacerlo.
—?Por supuesto que sí! Yo habría hecho lo mismo en tu lugar.
—?Cómo lo sabes? —pregunté.
—Porque no he dejado de pensar en ti un solo día desde que te marchaste. De darle vueltas a las cosas que me contaste sobre tu familia y el modo en que habías crecido. Lo sola que debías de sentirte para dejarlo todo y lanzarte tras una posibilidad escondida en una fotografía.
Me sequé con la manga las lágrimas que me quemaban las mejillas.
—Necesitaba averiguar si en alguna parte había un sitio para mí. Un lugar donde encajar.
—Y lo hay, Maya —replicó con vehemencia—. Me gustaría que volvieras conmigo a Sorrento.
El corazón me dio un vuelco y se me aceleró la respiración.
—?Quieres que vuelva?
—Todos lo queremos. Dante, tu abuela, tu tía, los ni?os... Eres parte de la familia. —Alzó el brazo y me rozó el lunar con la punta de un dedo. Yo me estremecí—. Eres una Dassori.
—Pero tú nunca has querido...
—Eso ya no importa. Existes, eres mi hija y ni siquiera necesito una prueba que lo confirme, porque... ?míranos! —Acunó mi mejilla con su mano—. No he tenido la ocasión de estar contigo y verte crecer. No tengo ni idea de cómo eras de ni?a o si yo habría sido un buen padre para ti. Pero sé algo, no quiero perderme más cosas que tengan que ver contigo.
Mis lágrimas se derramaron de nuevo. Un torrente que era incapaz de detener.
Dejé escapar el aliento, y una sonrisa se extendió por mi rostro. Giulio también sonrió. Me rodeó los hombros con el brazo y me atrajo hacia él, mientras yo reía y lloraba al mismo tiempo. La emoción me inundaba el pecho en oleadas, tan fuertes que lo único que pude hacer fue asentir.
Yo tampoco quería perderme más cosas que tuvieran que ver con él.
71
Me dolió despedirme de mi madre y de Guille. Aunque no fue un momento triste, porque no era un adiós, sino un hasta pronto. Había recuperado la relación con ellos y no pensaba perderla. Me esforzaría por mantener el contacto y sería una firme presencia en sus vidas.
El viaje hasta Madrid era largo y decidimos hacerlo en tren, mucho más cómodo que en autobús. Giulio no tardó en quedarse dormido, con la cabeza apoyada en el hombro de Dante. él me miró y me dedicó una sonrisa sincera, que yo le devolví.
La noche anterior habíamos tenido la oportunidad de hablar a solas. Al principio fue un poco incómodo, pero estábamos unidos por una persona a la que ambos queríamos mucho, y nos prometimos que haríamos todo lo posible para que nuestra relación funcionara.
En Murcia debíamos hacer transbordo a otro tren y aprovechamos la espera para picar algo en la cafetería. Pedimos unos bocadillos y refrescos, que comimos mientras conversábamos sobre el viaje. La idea era pasar la noche en Madrid y al día siguiente tomar un avión con destino a Roma.
Mi corazón entraba en barrena cada vez que pensaba adónde me dirigía, que vería de nuevo a Catalina. Mi abuela. Jamás imaginé que podría pronunciar esas dos palabras y mi pecho se encogería por la emoción y no por el miedo.
—?Y esa sonrisa? —me preguntó Giulio.
Aparté la mirada de la ventana y me encontré con sus ojos sobre mí.
—Pensaba en Catalina. La he echado mucho de menos.
—Ella también os ha echado de menos. A ti y a Lucas... —Enmudeció de golpe y una disculpa brilló en su mirada—. Lo siento, lo he mencionado sin pensar. Tu madre me contó que habíais tenido problemas.
—No pasa nada.
—Entonces, ?ya no estáis juntos?
—No, lo dejamos. Era lo mejor para los dos.
Ocupábamos una de las mesas del coche. Giulio se encontraba sentado frente a mí y se inclinó hacia delante.
—?Y no hay posibilidad de que lo arregléis? Parecíais perfectos el uno para el otro.
—Y lo éramos, pero... —Me encogí de hombros y mi mirada se cruzó con la de Dante, que había dejado de leer para observarme—. Hay otras cosas en su vida que en este momento le importan más.
—?Cuáles? —inquirió Giulio, como si le costara creerlo.
—Amore, può sentirsi a disagio —intervino Dante.