Durante los primeros minutos del viaje, traté de participar en las conversaciones. Sin embargo, conforme nos acercábamos a Sorrento, fui enmudeciendo. Estaba nerviosa, y también aterrada por reencontrarme con unas personas a las que había enga?ado y mentido. No podía olvidar ese detalle. Por muchas razones que hubiera tenido para hacerlo, esa era la verdad.
Llegamos al pueblo y nos adentramos en sus calles, ahora vestidas de oto?o. Me dije que por fin volvía a casa, y ese pensamiento me hizo derramar unas cuantas lágrimas.
Mi padre se giró en el asiento y me miró.
—?Estás bien?
—Nerviosa.
—No tienes por qué.
—También les mentí.
—Eso ya no importa.
Sonreí y volví a contemplar la maravillosa panorámica que ofrecían los acantilados. Cuánto había echado de menos esas vistas.
Giulio me rodeó los hombros con un brazo y me arropó contra su costado mientras cruzábamos el jardín hasta la casa.
Todo estaba igual.
Olía igual.
A limón y a mar.
Empujó la puerta y entramos al vestíbulo.
Los recuerdos me asaltaron. Llenos de magia. De risas. De conversaciones.
Llenos de música. De lluvia. De estrellas.
Llenos de vida.
Me dirigí a las escaleras, pero Giulio me detuvo. Tomó mi mano y tiró de mí hacia el otro extremo del vestíbulo. La puerta estaba entreabierta y pude ver la terraza, la mesa que tantas cenas había soportado, los árboles de los que colgaban guirnaldas de bombillas y los sillones de mimbre bajo sus ramas.
El corazón me latía con tanta fuerza que me llevé una mano al pecho de forma inconsciente. Crucé el umbral y sentí que el suelo empezaba a girar a mis pies. Todos estaban allí: ángela, Marco, los ni?os, Mónica con sus bebés, Tiziano, Roi, Julia, Iria, Blas... Colocados como si estuvieran posando para una fotografía.
Tuve que agarrarme a mi padre para no caerme.
Catalina se abrió paso entre ellos y vino a mi encuentro con lágrimas en los ojos. Verla de ese modo hizo temblar mi interior, y el dique tras el que intentaba mantener a raya mis emociones se rompió. Abrió los brazos y yo me precipité entre ellos. Me abrazó un largo rato, meciéndome contra su cuerpo.
Me sentí tan peque?a. Tan ni?a. Y también tan querida...
Después me apartó para verme el rostro y me secó las lágrimas con sus dedos. No dejó de sonreírme en ningún momento.
—Lo siento mucho —musité.
Ella negó con la cabeza.
—No tienes que disculparte por nada. Tu madre ya me ha explicado todo lo que había que explicar, y lo único que me importa es si tú estás bien.
—Lo estoy.
Me tomó el rostro entre las manos y me besó en la frente.
—Me hace muy feliz tenerte de vuelta.
—Gracias, Catalina.
—?Catalina? Oh, no, nada de eso. Nonna, quiero que me llames nonna.
Rompí a reír entre lágrimas.
Ella me abrazó de nuevo y yo sentí que por fin estaba de verdad en casa.
74
Esa primera noche de vuelta en la villa no pude dormir. Pasé las horas despierta, dando vueltas por la casa, hasta que terminé metiéndome en la cama de Lucas. Me acurruqué abrazada a la almohada y pensé en todo el tiempo que habíamos pasado queriéndonos entre esas sábanas.
Sus cosas seguían en los muebles y su ropa, en el armario, donde su aroma aún perduraba. Cada rincón de aquella casa le pertenecía y su presencia flotaba en el ambiente como lo haría un fantasma al que no puedes ver, pero que sientes en la piel. No lograba concebir ese espacio sin él y la mera idea de que no regresara me atormentaba.
Quería seguir oliendo su piel al amanecer.
Sentir su abrazo antes de dormir.
Leer su mirada en silencio.
Hablar hasta la madrugada cuando el sue?o nos rehuía.
Notar el peso de su cuerpo sobre el mío.
Su mirada cómplice.
Sus ganas de comprenderme.
Quería que volviera.
Que se quedara.
Le hacía tanta falta a mi vida...
75
Los días transcurrían sin prisa y yo me sumergí de nuevo en esa rutina que tanto había echado de menos. Recuperé mi trabajo en la floristería y volví a dar clases en la escuela de ballet. Los fines de semana ayudaba a mi abuela en el jardín, mientras ella me relataba historias sobre nuestra familia y la infancia de mi padre. Guardaba cajas repletas de fotos, que no me cansaba de mirar.
Los domingos llamaba a mi primo Iván y charlaba unos minutos con mi abuelo.
Hablar con mi madre también se convirtió en una costumbre y nuestra relación comenzó a fluir sin esfuerzo.
Dejé de hacerme preguntas. De buscar ese ?algo? con el que rellenar los vacíos que siempre había notado dentro de mí. Dejé de sentirme perdida y sola. De vivir a medias. De dormir hecha un ovillo.
De lo único que no podía liberarme era de esa sensación de espera que me aplastaba el pecho. Del miedo y la inseguridad que me provocaba no haber tenido ninguna noticia de Lucas.
Cada día debía enfrentarme al deseo de llamarlo, pero sabía que dar ese paso no sería justo para ninguno de los dos. La libertad es un derecho y nadie debería condicionarla. Porque quien quiere volver vuelve. Quien quiere quedarse se queda. Te busca. Te encuentra. Y no te suelta.
Le había abierto mi puerta. Ahora le tocaba a él decidir si quería cruzarla.
Mientras, yo lo echaba de menos.
Puede que para siempre.
76
Lo que da sentido a la vida son los momentos.
Una verdad que hice mía con el paso de los días.
Momentos peque?os.
Momentos sencillos.
Momentos que llenan grandes vacíos, hasta colmarlos y hacerlos desaparecer.
Aprendí a disfrutar de esos instantes. De los detalles. De lo que tenía delante de mí.
Aprendí a ser esa ni?a a la que no dejaron ser cuando le tocaba.
77