Cada hombre es una raza

Los oyentes no dudaban. Ya imaginaban esa lengua vagabundeando, húmeda, escupidora. ?Hablaba? ?Lamía? ?Besaba? Nadie lo podía confirmar. En los rumores de la noche, sin embargo, todos veían en todo pura obra de la lengua errante.

 

?Y sobre el perro? Junto al paradero incierto del due?o, el cárnido nunca se alejaba del suelo. Sólo se levantaba cuando el due?o se acercaba. Para los demás, aunque fueran sombras, él tenía los dientes listos, profesionales. Pero no ladraba: ?piaba con la voz de los búhos! No era semejanza de voz, no. Eran hablas iguales, gemelas-gemidas. El perro ladrepiaba. Y así, perro y due?o, mutuos olfateaban las ma?anas. ?Qué buscaban? ?Sería algo?, ?sería a alguien? No se podía saber mucho: todos se alejaban, temedrosos, siempre que hombre y animal se aproximaban. En gran medida por culpa del perro: de los morros le salía una baba verde espumosa, de una maldad consagrada. Lo habían visto morder a un cabritillo. El pobre animal no duró en este mundo. Primero, se le deshicieron los cuernos. No se le cayeron, dobles y firmes. No. Se consumieron, líquidos, derramados. Después, el color del cabrito se enfrió y los pelos se echaron a volar, plumas de ceniza al viento. Sin pelo, menos denso que una nube, el rumiante reculó hacia dentro del cuerpo. Y acabó vaciado, polvo, cerniduras de animal.

 

Todos coincidían: el perro volaba. Así se explicaban esos píos. El animal se volvía lechuza en la copa de los árboles, la baba goteaba quemando hojas y ramajes. La escupida echaba hervores en el suelo y paría humos azulentos.

 

Los días se descontaban en los gastos de la vida. El lugar seguía siendo soledumbre. Empezaron, entonces, las extra?as desapariciones. Los campesinos, uno tras otro, dejaban de constar. Parecía que eran arrojados a un hondo abismo. El miedo era motivo de mucha duración, exclusiva de las almas. En la noche, en el regazo de la hoguera, se juntaban los susurros. Los más viejos sacaban antiguas maldiciones: nosotros somos amafengu ?, el pueblo hambriento que busca cómo vivir, pobres que les piden a los pobres. Este forastero es recuerdo de los tiempos de persecución.

 

—?No será Amangwane?

 

Hablaban del guerrero zulú, autor de sangre y de matanzas. Un estremecimiento agitó a la asamblea. El pasado: ?alguien lo entierra con suficiente hondura? Las siluetas se tullían, con pinceladas de luz. Hasta que, en cierta hoguera, se levantó Chimaliro, el cazador. Tenía el rostro severo, las arrugas muy marcadas. Incluso antes de hablar impuso mucho silencio.

 

—Yo voy a darle muerte a esa sombra.

 

Fue como anunciar que había una serpiente: se deshizo la rueda, la cascada de voces se detuvo. Chimaliro hinchó en el pecho la promesa de traer la cabeza del due?o junto con la piel del perro.

 

El cazador partió, gota en el paisaje. Toda la aldea se reunió para desearle suerte, los tambores tocaron mientras él se perdía en la inmensidad de los matorrales. Los días pasaron veloces, y el cazador sin regresar. Las voces seguían la dilación del tiempo:

 

—?Chimaliro ya volvió?

 

Nada, no había vuelto. Murima, mujer del cazador, se cerraba ya en una cóncava viudez. Cierta ma?ana, Murima salió finalmente de su casa. Lo extra?o, sin embargo, era que ella llevaba un pareo amarrado a la espalda. Dentro del tejido se entreveían las redondeces de un recién nacido. La aldea se interrogaba: ?qué criatura traería ella consigo? Si no tenía ningún hijo, ?entonces qué cuerpecito llevaba Murima a cuestas? Los ojos se alargaban, ávidos de una explicación. En las hogueras, los rumores llenaban las noches.

 

—Ese que lleva en la espalda no es ningún bebé. Es su propio marido, Chimaliro.

 

Hubo primero quien lo dudara. ?El cazador de ese tama?ito? Sí, sucedió como castigo. ?Quién le mandó enfrentar al intruso? Cómo sucedió fue una historia que nadie vio pero que todos sabían. Cuando el cazador y la presa se clavaron la mirada, Chimaliro vio que las manos le menguaban. Como si fueran de tortuga, piernas y brazos entraban en el vestuario. Sintió una calentura que le iba subiendo. Por dentro, los huesos se quemaban y se derretían. Chimaliro disminuía. Intentó huir y no pudo. El suelo le parecía enorme, el bosque interminable. Deambuló sin destino hasta que la mujer lo recogió en aquel estado de miniatura. Ella entonces le limpió los mocos y se lo llevó a casa.

 

El hechizo de Chimaliro había dejado la esperanza sin aliento. Muchos se metieron en el matorral intentando escapar de la desesperación. En todos se renovaba el recuerdo de antes, las sufridas persecuciones. El viejo Nyalombe, entonces, convocó a la gente. Se juntaron los sobrevivientes para oír su palabra.

 

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