Cada hombre es una raza

—En este mundo, se morirán todas las aldeas.

 

El viejo se explayó: no era la aldea la que merecía salvación. Era la gente, la gente humana, esas personas que forman aldeas, familias de aldeas.

 

—Ahora vete, Nyambi. Y confía en que Jauharia es fuerte, capaz de doblegar al extranjero.

 

El joven se retiró con el corazón fustigado, arrastrando los pies.

 

Entonces se dirigió a casa de Jauharia. La oscuridad ya igualaba al mundo, la novia estaba en el resguardo del ca?izo, sentada en una charca de anochecer. El novio salió de la oscuridad, posó el brazo sobre el hombro de Jauharia, pero ella no se inmutó:

 

—No vale la pena, Nyambi. Yo voy, voy a encontrarme con él.

 

—Pero, Jahuaria, tú sabes...

 

Con un ademán, ella le ordenó silencio. Quería escuchar a la aldea, despedirse de los sonidos. él dejó caer los brazos, desistió. Y cuando, en la despedida, miró a la novia, le pareció que había mudado de rostro, extranjera también ella.

 

El novio fue el último en dar testimonio de la joven. En verdad, no hubo más luz certera sobre el asunto. Aunque los ojos de la aldea indagaban, en la oscuridad se esfumaban las visiones. Ni los oídos atisbaban en los rincones de la quietud. Y de esa mínima, dudable atención, se discute aún el desenlace de Jauharia.

 

Unos dicen que oyeron al perro piando y, después, los gemidos de la muchacha, desgarrada su carne entre los dientes de la fiera. Otros cuentan que oyeron tambores: era ella quien danzaba, descalza sobre un suelo nunca visto, lunaminoso. Mientras danzaba, su cuerpo se iba convirtiendo en sudor, ella transpiexpiraba. Y cuando ya era sólo casi agua, el extranjero avanzó con sus manos ahuecadas y la recogió como si fuese, en pleno desierto, la última bebida del viajero. Otros incluso aseguran que vieron al extra?o cruzando los bosques. Sólo que, esta vez, él no traía un solo, exclusivo perro. Dos animales babeantes le rozaban las piernas.

 

De todo quedaba la conformidad de la ausencia: la novia se había evadido, inédita. El novio se había vuelto esperador, centinela de la soledad. Se mantenía allí, junto a la cerca de acacias espinosas que rodeaba la aldea. Las lágrimas, en transparente descendencia, ?se destinan a la vida si cabe más viva? Las de Nyambi eran materia prima de la venganza. El viejo Nyalombe le prescribía la ense?anza:

 

—La venganza es la habilidad de los débiles.

 

—Quien provoca venganza es la traición, Nyalombe. Manténgase en contra de la traición si quiere evitar venganza.

 

Traición era el nombre de aquella indiferencia, a nadie más le importaba el destino de Jauharia. Pues ella se había ofrecido, generosa, para salvar a los demás. ?Qué gratitud merecía ahora?

 

Desde que la bella Jauharia partió, terminaron las desapariciones, las anónimas matanzas. El miedo ya casi se había despedido de la aldea. Pero los campesinos todavía no se adentraban en sus plantaciones, llenas ahora de espontáneas verduras. Sólo el viento cumplía la función de azada, escardando la arena. Nyambi se decidió: iría a rescatar a su amada, mataría al usurpador y a su perro. Así daría seguimiento a su existencia, en el ajuste del tiempo con el sue?o. Partió, llevando un cuchillo nervioso, con la hoja pendenciera. Recorrió durante días los matorrales, entre lianas que subían como amarras sosteniendo las nubes.

 

Por fin, encontró el cuadro de su expectativa. El extra?o junto a una hondísima grieta del suelo, tirando de una cuerda infinita en cuyo extremo colgaba un cubo. Nyambi no reconoció los alrededores. Se arrojó sobre el forastero y le clavó el gran cuchillo, veces sin cuento. Después, con una fuerza que a él mismo le sorprendió, levantó el cuerpo del otro y lo lanzó al abismo. El intruso cayó en las hondas aguas y, de inmediato, retumbó un gran estruendo, como truenos nacidos del vientre de la tierra. Las paredes del agujero se estremecieron, se separaron del cuerpo del suelo y se precipitaron al abismo. Instantes después, ni vestigio había de esa grieta. Nyambi, entonces, oyó las voces de los aldeanos desaparecidos, que regresaban de muchos escondrijos. Saludaban a Nyambi, su gesto valeroso. El joven recibió los aplausos con prontitud: quería saber de su novia, de su estado, de su paradero. Los otros evitaron la respuesta. Sus rostros bajaron, graves, sobre el pecho. ?Muerta Jauharia? Nyambi se trastornó en los matorrales, buscando se?ales de su amada. Vagó, perdido, por días y llantos. Exhausto, buscó la dirección de la tumba del forastero.

 

Cuando vislumbró el lugar, le pareció oír un lamento, el goteo de una tristeza. Nyambi se acercó: era Jauharia que lloraba, junto a la grieta. Cuando notó la presencia del novio, la muchacha se ovilló, espaldas del principio al fin.

 

—Yo ya amaba a ese hombre, Nyambi.

 

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