Cada hombre es una raza

—No hay guerra que podamos ganar con este enemigo.

 

Que sirviese de algo la lección de Chimaliro, ejemplo de que el valor sin sagacidad es simple osadía. Este enemigo nos va a vaciar, ya estamos de viaje hacia el pasado. Y vaticinaba: habría de llegar la noche más larga, tan extensa que los vivientes olvidarían el color de las madrugadas. La oscuridad tardaría tanto que los gallos enloquecerían y las estrellas caerían de cansancio. La multitud ya imaginaba esa noche sin tregua. En los árboles se preveían los pájaros, api?ados, en espera de la distante madrugada. Tanto que arriesgaban olvidar sus diurnos gorjeos. Las flores rehusaban abrir sus pétalos, como aguardándose a sí mismas.

 

Los presentes se arrimaban, el miedo era caudillo absoluto. Pero, en el sereno momento, el viejo Nyalombe estiró el brazo:

 

—Sólo ella nos puede salvar.

 

Apuntaba hacia la bella Jauharia. Todas las miradas se concentraban en la joven. El viejo avanzó entre los sentados e invitó a Jauharia a levantarse.

 

—Tú vas a encontrar a ese extranjero, le ofrecerás todo el amor del que seas capaz.

 

Fue un asombro cargado de rumores, de sentidas condenaciones. Finalmente, ?la muchachita no era la novia de Nyambi? ?No se habían comprometido con el sello de las arras? Los aldeanos levantaban un murmullo de protesta en contra del viejo Nyalombe. No, ése no podía ser el precio de la salvación: Nyambi y Jauharia eran además la única promesa, ellos casi eran los últimos, los jóvenes restantes. Los otros se habían ido a hacer su vida. Nadie tenía de ellos ninguna noticia, tal vez habían sido engullidos por el gran vacío del mundo. En aquellos novios estaba la simiente de la tribu. ?Ofrecer a Jauharia a los apetitos del monstruo? Más valían total ausencia, postrimerías.

 

—?Y cuál es tu voluntad?

 

Nyalombe inquiría a la hermosa muchacha. Pero ella dejaba brotar extensas lágrimas y sólo el levantar de un hombro salió de su gesto. Su novio la envolvió en sus brazos y se la llevó de ahí.

 

Todos reconocieron el dolor de Nyambi. Y recordaron cómo, en su adolescencia, el joven no se decidía. Pues él había tardado demasiado en la orientación de su afecto. Parecía tener el corazón en un bostezo: su deseo no parecía siquiera despuntar. Los más viejos se preocuparon: debía de ser chicuembo, maldición que pesaba sobre el muchacho. Hicieron la ceremonia para limpiar su mala suerte. Llevaron a Nyambi al centro de la aldea, pusieron un viejo gallo encima de su cabeza. Toda la noche el cocorico ? se equilibró en el redondo aseladero. En la madrugada, fueron a observar: los espolones del gallo se adentraron en la carne del chaval, la sangre le escurría por el pecho. Ahuyentaron al animal y ayudaron a Nyambi a salir de ahí.

 

—Ahora, se acabó la mala suerte. Tendrás tantas mujeres cuantas puede tener un gallo.

 

Voz del viejo Nyalombe. Pero el joven, en sí, no quería muchas. Deseaba sólo a Jauharia, esa múchachita de ojos que amansaban al mundo. Por causa de ella, las demás se volvían ninguna.

 

Los padres, sin embargo, advirtieron: esa ni?a es demasiado bonita, sus modales pertenecen a otra gente. Que él escogiera a una sin apariencia. Nyambi se negaba, fiel a su pasión. La madre se puso a conversar con él, con el fin de buscar razones:

 

—El problema de esa mujer es que pertenece a otra raza.

 

—No es negra como nosotros...

 

—Eso es sólo por fuera. Por dentro ella tiene otra raza.

 

La belleza, así completa, constituía una especie propia, alejada. Si él se obstinaba, suscitaría la irritación de los espíritus, esos que vigilaban el sosiego de la aldea.

 

El joven insistió. Pasados los meses ya se cumplían los mandamientos del noviazgo, mientras los dos se hacían únicos. La familia de Nyambi se resignó: al fin y al cabo, en aquel tiempo, el muchacho no tenía otra opción. Jauharia era la última, solitaria, a quien podía pretender.

 

La muchachita se hacía mujer, los senos le marcaban la blusa. Nyambi perdía su compostura, en el ardor de la pasión:

 

—?Hoy voy a vivir muchos a?os!

 

Los dos amantes se asemejaban a dos ríos en la misma corriente. Pero cumplían el destino de todos los ríos que se desvanecen en sus propias aguas. Pues Jauharia escondía una profunda tristeza, tal vez fuera la apetencia de otro vivir. ?Le gustaría a ella otro, ya conocido, nadie? ?Tendría ella nostalgia de un tiempo que nunca hubo? Dudas que jamás llegaron a ninguna boca, a ningún oído. Nyambi, ahora, se interrogaba: ?cómo podría perder a su novia, entregarla a los brazos de un malhechor? Nunca. El, si quisiera, se haría guerrero, haría frente al intruso.

 

—Nunca, no irás.

 

—Pero Nyalombe, yo no puedo dejarla ir.

 

El viejo sentenció: el hombre es como el pato que, en su propio pico, experimenta la dureza de las cosas. El joven accedería a las fatalidades, sin fruto ni ventaja. Aquel adversario no lidiaba con armas vulgares. Sólo la belleza de un amor lo pillaría por sorpresa.

 

—Pero si ella no vuelve, la aldea se muere.

 

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