Cada hombre es una raza

Pero la extra?a me tentaba, bajándose su escote. Su pecho me atisbaba, sobornando mis intentos. Las leyendas antiguas me advertían: vendrá una que encenderá la luna. Si resistes, merecerás el nombre de la gente guerrera, el pueblo del cual desciendes. Ni siquiera descifraba bien el mensaje de la leyenda. Lo cierto era que ahí, en aquella habitación, estaba en juego yo mismo y si era capaz de dominarme.

 

No obstante, por artes de la intrusa, yo desaparecía, intermitente, de la existencia. Me irrealizaba. Y cuando quería emprender rumbo a la razón, ni siquiera llegaba yo a mi cerebro, el austero juez. A causa de la voz de esa mujer, que me recordaba el peque?o murmullo de las fuentes, la seducción del regreso a anta?o cuando ya no había antes. Ella quería convertirme en un ni?o, conducirme a las primitivas somnolencias. Avemente, se anidó en mi pecho. ?Buscaba en mí espejo para el suave claro de luna? Me dejé estar, sin estatura. Aquellos círculos negros, sus ojos redondos que no tenían fin, se me antojaban dos sollozos, como si fuesen partes de mí, nostálgicos, que me atisbasen.

 

Ella contó su historia, sus episodios. Variantes en verdad, me daban el dulce gusto del fingimiento. Me apetecía el infinito tal como los ni?os que siempre preguntan: ?y después?

 

Pero la extra?a notó en sí una ausencia. Debía irse. Prometió que regresaría inmediatamente. Enseguida, a más tardar. En el umbral de la puerta, sopló un beso con modales de antiquísima esposa. Salió, se sumió en la penumbra.

 

No sé cuánto tardó. Tal vez unas cuantas noches. O escasos instantes. No lo sé. Porque me dormí, ansioso por eliminarme. Me dolió despertar, malamanecí. En esa dificultad, entendí: despertar no es el simple paso del sue?o a la vigilia. Es más bien un lentísimo envejecimiento, y cada despertar suma el cansancio de la humanidad entera. Y concluí: la vida, toda ella, es un extenso nacimiento.

 

Entonces me acordé del sue?o antecedente, sabiendo de la verdad que sólo en un delirio se revela. Al final: los muertos, los vivientes y los seres que aún esperan nacer forman un tejido único. La frontera entre sus territorios se torna frágil, movediza. En los sue?os todos nos encontramos en un mismo recinto, allí donde el tiempo se reduce a omniausencia. Nuestros sue?os no son más que visitas a esas otras vidas, pasadas o futuras, diálogo con nasciturus y fallecidos, en la irrazonable lengua que nos es común.

 

Más deberíamos temer a los venideros, a esos que aguardan por un cuerpo. Porque de ellos casi no sabemos nada. De los muertos aún recibimos recados, nos aficionamos a sus sombras familiares. Pero no sospechamos cuándo nuestra alma se compone de esos otros, transvisibles. Esos, los prenacidos, no nos perdonan que habitemos el luminoso lado de la existencia. Ellos engendran las más perversas expectativas, sus poderes nos arrastran hacia abajo. Pretenden que regresemos, porfiando en que les hagamos compa?ía.

 

?Qué envidian ellos, los venideros? ?Acaso el no tener nombre, no respirar la límpida luz? O, como yo, ?sentirán temor de que alguien recorra sus vidas anteriores a ellos? ?Creerán que esa anticipación los volverá menos posibles, como si hubieran sido gastados por un original previo?

 

Pues yo, en ese instante, envidiaba ambas categorías: los muertos, por acercarse a la perfección de los desiertos; los nasciturus, por disponer del futuro entero.

 

Sentado sobre sábanas arrugadas, miraba la reciente luz del día, sus torpes polvillos luminosos. Por la ventana me llegaban los sonidos del tráfico, la ciudad satisfecha con sus rápidos desórdenes. Me llegó la a?oranza, no de las creencias sobrenaturales sino de las otras, infranaturales, nuestras acendradas convicciones animales. No era la humana nostalgia lo que me asaltaba. Porque la a?oranza de los hombres pertenece toda al presente, nace del amor, de no cumplir, a la hora, sus deberes. Mi tristeza era otra: venía de haber tocado a aquella mujer. Me sentía con el gasto del arrepentimiento. ?Qué infracción había cometido si solamente el deseo había brotado en la flor de los dedos?

 

Me levanté, procurando un respiro. Pero aquella habitación me desprotegía, me volvía huérfano. Porque, a la vista de las cosas, uno va transitando del útero hacia la casa, cada casa no es más que otra edición del vientre materno. Como un pájaro que teje sin cesar el nido, el suyo, para sus futuros nacimientos y no el de las crías. Aquella mujer me recordaba que la casa, al fin y al cabo, no me daba ninguna acogida.

 

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