Cada hombre es una raza

Los días se sucedieron sin que Maneca lo notase. Cierta noche, no obstante, se confirmó el presagio de Salima: aquel fuego había volado demasiado alto, y los espíritus estaban molestos. Porque, en la copa de los cocoteros, el viento se puso a aullar. Mazembe se acongojó, el suelo mismo tuvo escalofríos. Súbitamente, el cielo se rasgó y gruesas piedras de hielo cayeron por toda la playa. El pescador corría en el vacío en busca de refugio. El granizo, implacable, lo castigaba. Maneca no encontraba explicación. Nunca antes se había enfrentado a tales fenómenos. La tierra subió hasta el cielo, pensó. Vuelto del revés, el mundo dejaba caer sus materiales. Con angustia de huérfano, el pescador ciego cayó de rodillas, con los brazos sobre su cabeza. Ni a sí mismo se oía, sólo se notaba que llamaba a Salima, entre sollozos suyos y gemidos de la tierra.

 

Fue cuando sintió la suave mano que le tocaba los hombros. Alzó el rostro: alguien le enjugaba la fiebre. Primero se resistió. Después se abandonó, ani?ándose en regazo materno. Preguntó:

 

—?Salima?

 

Silencio. ?Quién era aquella silueta tan llena de ternura? Sin duda era Salima, aquel cuerpo de mujer, esbelto y firme. Pero las manos de ésta semejaban más edad, con arrugas de numerosas tristezas.

 

Ella lo llevó a un refugio, tal vez su vieja caba?a. Sin embargo, el lugar parecía tener otro silencio, otra fragancia. Fuera, los vientos se fatigaban. La tempestad amainaba. Ahora las manos le lavaban el rostro, amansando la sal.

 

—No sé quién eres tú...

 

Un peine le ordenó los cabellos. En el arrullo, Maneca casi se durmió. Con un movimiento del hombro, le ayudó a que se pusiera una camisa, ropa planchada.

 

—Tú, seas quien seas tú, te pido: nunca uses tu voz. No quiero oír nunca tu palabra.

 

La identidad de aquella mujer, en el silencio, habría de perderse. Fuesen o no de Salima aquellas manos, fuese o no aquella su caba?a, en la ignorancia él habría de aceptarse. Además, él estaba al tanto de la habilidad de las mujeres para amansar a los hombres, convertirlos en ni?os, almas de insuficiente confianza.

 

Maneca fue así retomando el tiempo. Se dejaba llevar por el consuelo de aquella mujer anónima. Ella cumplía su petición, sin pronunciar jamás siquiera un suspiro.

 

Todas las tardes él se ausentaba camino del bosque. Cumplía una tarea clandestina, su única devoción. Hasta que una tarde, apareció frente a la compa?era enmudecida y le dijo:

 

—Llévate esos remos. En la playa hay un barco que he hecho para que salgas de pesca.

 

Y prosiguió: que saliese, que asumiese el mando de aquel barco, que no se preocupara por él. él se quedaría a la orilla del agua, dedicado a los despojos del mar.

 

—Ten en cuenta que ando buscando los ojos que perdí.

 

Desde entonces, todas las infalibles ma?anas, se vio al pescador ciego vagabundeando por la playa, removiendo la espuma que el mar deletrea en la arena. Así, con pasos líquidos, él aparentaba buscar su rostro completo entre generaciones y generaciones de olas.

 

 

 

 

 

El ex futuro padre

 

y su previuda

 

 

 

La vida es una tela que teje la ara?a.

 

Que el bicho se crea cazador en casa legítima poco importa.

 

En el contrario instante,

 

el se torna cautivo en trampa ajena.

 

Se confirma en esta historia, que sucedió en virtuales y menudos parajes.

 

 

 

 

 

Era Benjamim Katikeze. Desde peque?o se había dedicado a las ausencias, paralelo al cielo. Los otros jugaban, festejando las ínfimas minucias de la infancia. Sólo Benjamim se consumía en la catequesis, entre santos e incienso. Incluso sus padres, que lo querían serio y ordenado, pensaban que se excedía.

 

—Ve a jugar, Ben. Aprovecha que eres ni?o.

 

Pero Benjamim, sin dar oídos, se desani?aba. El cuerpo maduraba, más que la edad. Las noches desfilaban y se hacían cóncavas para provecho de chicos y chicas. Sólo las manos del susodicho se mantenían juntas, pegadas, inmaculadas. Ben iba más alto que las almas.

 

Hasta que un día apareció Anabela, anabellísima. Era un caramelo, capaz de provocar deseos en los más pacíficos ojos. Anabela se enamoró de Benjamim. El pobre ni con eso: al contrario, se internaba todavía más en habilidades de kongolote. ? La muchacha le envió misivas, mensajes más suspirados que garabateados. En presencia de él, Anabela se desenvolvía. Pero siempre es así: cuando hay pan falta el afán. Y para mujer arrojadiza, hombre escurridizo. Pónganse las íes bajo los puntos. Ajústese.

 

El barrio, mientras tanto, entretenía sus mil bocas con el romance desavenido. En el bar vecino se comentaba:

 

—?Mujeres? Mientras más menean el cuerpo, más cierran el corazón.

 

—Yo sé lo que ella quiere: parné y billetera abultada. Al fin, sólo la lluvia es buena y gratis.

 

—No, no se trata de dinero. Si al mismo Henrique, mulato como ella, le fue negada la mano.

 

Hubieran dicho. Dijeran lo que dijesen, la verdad era sólo una: Anabela, deseada por todos, sólo quería a Benjamim. Con todo, él seguía sus votos, recluido. Quería entrar al seminario, estudiar patrología. A la espera, su único empe?o era la oración. Ben era bastante oractivo.

 

Los acosos de Anabela se hicieron más cerrados. Parecía que cuanto más inviable, más en él se empecinaba. ?O quizá la voluntad se nutre de imposibles? Anabela llegó a visitarlo en horas provocadoras. Muchos la vieron salir de casa de Benjamim sin hurtadillas, atrevivida.

 

La muchacha parecía buscar el escándalo. Incluso al pronunciar el nombre de él, cometía desliz: ??Benjamim me besa a mí??. Las gentes susurraban. ?Hasta cuándo el chico resistiría, beato repeliendo el acto?

 

—No resiste. ?Algún hombre que sea inoxidable?

 

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