Cada hombre es una raza

Pero las apariencias son más grandes que las ocurrencias. Y el real asombro: la barriga de Anabela empezó a crecer. Anabela, Anabela.

 

Su padre, el respetuoso Juvenal, tomó entonces honrosas profilaxis. Al final, todos lo sabían: Juvenal era un hombre muy intrépido. Se esperaban las consecuencias. El dedo en el timbre de la casa de Benjamim anunció la tempestad:

 

—?Se?or Benjamim?

 

—Sí, soy yo.

 

—Vengo a saber la fecha.

 

—?Qué fecha?

 

—La fecha de la boda.

 

—?Boda? ?De quién?

 

—De la suya, se?or Benjamim. Su boda con mi hija Anabela.

 

La mandioca ya se agriaba. Ben se volvía extranjero en su propia casa. Ciudadano con apuros de supervivencia, sólo pudo balbucir. Pero el otro:

 

—?Es seminarista? ?Y? Los conozco: ?son los peores!

 

Juvenal, suegro en víspera de investidura, no aceptaba argumentiras: el nasciturus era indudable, legítimo e incondicional. Y así, el hombre se fue, dejando a Benjamim a las puertas de la noche. Estaba con el pensamiento desmemoriado, sin palabra. Al fin y al cabo, no hay tristeza que pueda explicarse. Porque es una herida más allá del cuerpo, un dolor más allá del sentimiento. Y la angustia de Benjamim era una inundación que lo cubría todo. El se adivinaba bajo el manto de la oscuridad, como si la vida y la muerte le fueran simétricas. Sólo por causa de un enga?o, todo su sue?o se había anulado. Ya no sería cura, su única aspiración. Y tendría que casarse con alguien que únicamente le inspiraba inquietud. Sin auxilio terreno, Benjamim rezaba con tanto fervor que todos sus pantalones se rompieron a la altura de las rodillas. Incluso tuvieron que remendar las del traje de boda.

 

Se casaron irremediablemente. Anabela y Benjamim, y viceversa. Con ellos se emparentaron las familias, cruzándose nombres y destinos. Y los dos comenzaron a entrevivirse, mutuos testigos de sus intimidades. De día y de noche era imposible el entendimiento. El, virginal, sólo le daba ocupación a las rótulas, en las sucesivas genuflexiones. Ella siempre anhelaba acrobacias, distractividades.

 

Y, finalmente, su embarazo no se consumó. No por aborto o raspado. Nada de eso. Anabela se desbarrigó por misterio. Benjamim no le hizo preguntas: mejor sería ignorarlo. Y así siguió.

 

Anabela, entretanto, se cansó de usar su belleza sin que Ben ejerciera sus masculinas funciones. Decidió entonces consultar al vecino, un viejo enfermero jubilado, de nombre Bila.

 

—?Qué pasa, vecinita?

 

Ella le contestó que era un asunto muy íntimo, el vecino la invitó a que entrase. Anabela, cohibida, ocupó poco asiento. Recorrió la sala con sus ojos desconfiados:

 

—Disculpe, se?or enfermero. Pero no he conocido jamás paredes sordas.

 

El enfermero sonrió con benevolencia, calmando a la moza. Ella que hablara a gusto: eran paredes de máxima confianza. Anabela le confesó el motivo de su infelicidad: el seudo Benjamim. El viejo oyó palabras, lágrimas, suspiros. Por fin, hizo la síntesis:

 

—Es decir, él la desposó pero no ejerce la soberanía.

 

A ella le gustó el resumen, pero no coincidió con el siguiente comentario.

 

—Es una cosa que se ve, Anabela. Se ve que no es una esposa completa. Usted anda siempre muy cabizbaja.

 

Ella hizo una se?a intentando interrumpir, pero Bila prosiguió: Me sorprende, con lo fornido que es Ben. Y luego se rió: Es como un costal de carbón, parece corpulento pero no se sostiene en pie.

 

—No es lo que usted piensa. únicamente me gustaría que ayudase al pobre Ben.

 

—Disculpe, Anabela, pero no servirá de nada.

 

El divulgó sus limitaciones: como enfermero nada sabía, como vecino menos aún podía.

 

—Esas cosas no le incumben a un hospital.

 

Bila se levantó. Sacó un pa?uelo y se limpió el rostro. Después, se acercó a la ventana y atisbo hacia ningún lado. Se acomodó la chaqueta antes de hablar.

 

—La cura de esos males sólo se encuentra en la tradición. Pero ustedes, los de la ciudad, ya la empiezan a negar...

 

—Yo no niego nada. Ben es el que nunca aceptaría debido a la religión.

 

—Pero ?qué? ?Amar a la mujer legítima va contra alguna religión?

 

—No, pero eso de usar hechizos...

 

—Déjeme a mí, Anabela. Convenceré a Ben, que lo conozco desde hace mucho tiempo.

 

El enfermero le explicó el procedimiento: el marido en apuros empezaría a ba?arse en agua de raíces.

 

—?Es para lavar su chissila ??.

 

Anabela dudó, quería los detalles. ?Chissila? Sí, era el origen de la mala suerte del marido. Las raíces lavarían al pobre Ben del mal de ojo. Después, prosiguió Bila, vendría la vacuna.

 

—En ese momento entra usted como enfermero.

 

El vecino lo negó. Era una vacuna tradicional, hecha con polvos del fuego, cenizas de hueso de león.

 

—?León? ?Dónde se encuentran leones en estos tiempos?

 

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