Cada hombre es una raza

Atisbé por la ventana, vi que la mujer llegaba. Me vino al pensamiento la sospecha, certera, de que ella no era más que uno de esos seres venideros, enviado para retirarme del reino de los vivientes. Su tentación era ésa: llevarme al exilio del mundo, hacerme emigrar hacia otra existencia. A cambio, yo le daría la caricia, en materia de cuerpo, eso que sólo los vivientes logran poseer.

 

Necesitaba pensar rápido: ella tenía la ventaja de que no precisaba consultar la razón. Yo debía descubrir, rápidamente, la salida de ese momento. Me llegó por medio de la intuición: en algún sitio deberían existir los asesinos de los muertos, los justicieros de los prenacidos. Lo que yo necesitaba era convocar a uno de esos matadores para suprimir no la vida sino la sospecha de aquella mujer. La pregunta era: ?dónde encontraría a uno de esos matadores?, ?cómo provocar su repentina aparición? Porque todo urgía, ella estaba cada vez más cerca, sus pasos ya llegaban al final de la escalera.

 

?Qué hacer, si no me quedaba nada de tiempo? ?Matarla yo, en cuerpo y alma? Serviría sólo si ambos estuviéramos en un sue?o, y ése no era el caso. Ella era una enviada, con el encargo de buscarme, de llevarme a donde todo es futurible todavía.

 

Entró y me estremecí. La intrusa surgía ahora con mayor belleza, cada vez más una diosa que requiere la total devoción de un creyente. Se me ocurrió una salida, una tabla que la ola trae. Le dije:

 

—Te adivino aún peque?a, antes de antes. ?Te acuerdas?

 

Ella, aludida, se afligió. Por momentos, le faltó el aire, toda ella se inspiró. Los nasciturus están exentos de memoria, aún no han roto su primer llanto. Su miedo me daba argucias, yo me sostenía mientras la veía acercarse al espejo. La extra?a se contempló desnudándose, sonriendo en el pétalo de cada gesto.

 

Sólo finges, no te ves, le dije, más due?o de mí. Ella se abandonó a sí misma, fue hacia el lecho, me tocó. Me llamó dulcemente por mi nombre. Pasó su dedo por mis labios.

 

—Tú no entiendes.

 

Sonreía con pesar. Mis frágiles habilidades la habían ofendido. Con todo, me perdonaba. Recobraba su serena sonrisa.

 

—Tranquilízate, no he venido a buscarte.

 

?Qué venía a hacer entonces? Porque mientras más se embellecía, más me perturbaba. La enviada prosiguió:

 

—?No comprendes? Vengo a buscar un lugar en ti.

 

Me explicó sus razones: sólo ella guardaba la eterna gestación de las fuentes. No siendo ella, yo no estaba completo, hecho sólo en la arrogancia de las mitades. No encontraría yo en ella mujer que fuese mía sino mujer en mí, esa que, en adelante, me encendería en cada luna.

 

—Déjame nacer en ti.

 

Cerré los ojos, en un desvanecimiento lento. Y así acostado, todo yo, oí mis pasos que se alejaban. No seguían una marcha solitaria sino junto a otros de femenino desliz, a la manera de las horas que, esa noche, me recorrieron como insomnes manecillas.

 

 

 

 

 

La leyenda de la novia

 

y el forastero

 

 

 

He aquí mi secreto: ya he muerto.

 

Pero esa no es mi tristeza.

 

Lamento que sólo algunos me crean: los muertos.

 

 

 

 

 

Era un lugar que quedaba más allá de todos los viajes. Por ahí sólo el viento se paseaba, aguamente. En aquel suelo solitario, hacía mucho que el tiempo había envejecido, abuelo de otroras.

 

Cierta vez, no obstante, pasó por ahí un forastero. Era un hombre sin retrato ni versiones. Si mucho se acercó, más permaneció. Todos temían al terrible intruso, al entrometido sin reputación. En los ojos de él, en verdad, no asomaba alma alguna, como ciego que atisbase fuera de las órbitas.

 

Cuando las tardes se inclinaban, se acercaba a la aldea en busca de alguna cosa que sólo él sabía. Los aldeanos se preguntaban:

 

—Pero ese hombre: ?de dónde vino? ?Cuál es su nombre?

 

Nadie lo sabía. Había aparecido sin información. Había llegado en febrero, de eso se acordaban. El mes ya se mojaba, con el agua presente. El extra?o traía un perro, sus pasos se unían: uno del hombre, dos del perro. Hombre y animal multigoteaban. Fueron atravesando la tierra fangosa, pero, cuanto más andaban, menos se alejaban. Cuando desaparecieron allende los árboles, la lluvia paró, en súbito desmayo. Todos entendieron, todos se inquietaron.

 

El extra?o se había amparado en una ilegible distancia. Poco a poco, se fue haciendo tema de discusión. Y en las noches, bajo el estallar de las estrellas, las voces no variaban: el hombre, el perro. Conversación de sombras, sólo para alejar el silencio. Todos aportaban sus versiones, atribuyendo razones al intruso. Inventaban, se sabía. Pero todos escuchaban, crédulos.

 

Unos decían haber sorprendido al extranjero durmiendo.

 

—Lo vimos mientras cabeceaba.

 

Los demás pedían detalles, como si el miedo fuera una hoguera siempre necesitada de más le?a.

 

—?Qué vimos? Vimos que la lengua se le salía fuera de la boca, que se paseaba sola, separada del cuerpo.

 

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