Cada hombre es una raza

—Son leones antiguos, coloniales. Calidad garantizada.

 

Quien aplicaría la vacuna sería una vieja hechicera que él conocía, con artes capaces de inflamar de pasión un hormiguero de termitas. Iban a consultarla incluso cooperantes. La hechicera, decía el vecino, era varias veces internacional. Pero Benjamim se tendría que trasladar, con alma y equipaje, a la residencia de la vieja.

 

—Un curso de capacitación, como dicen por ahí.

 

Tendría que pasar por la prueba final con la propia hechicera. Si Bejamim aprobaba, nunca más desperdiciaría la oportunidad con la hermosa Anabela.

 

—?Mi Benjamim durmiendo con la vieja?

 

No había alternativa, dijo el enfermero. Las heridas de la boca se curan con la propia saliva. Ella argumentó sus temores:

 

—He oído decir que hay hombres que sólo pueden hacerlo con viejas, sobre todo las de edad muy avanzada. Con las jóvenes no lo consiguen.

 

Anabela volvió a casa llena de dudas. Una pesadilla la persiguió durante muchas noches. So?aba que, al dormir, se convertía en vieja, cubierta de arrugas y de escamas. Envejecía en el preciso momento en que conciliaba el sue?o. Su marido desconocía esos cambios, ora bella, ora monstruo. Cierta vez, sin embargo, el sue?o se desarrolló así: después de consumar los amores, ella se durmió mientras él la contemplaba con pasión. Entonces, ante los ojos del hombre se dio la espantosa transfiguración. La piel lisa se agrietó, el cuerpo fresco se resecó. El se quedó atónito, casi a punto de desexistir. Fue a ver al vecino, consultó a Bila.

 

—Necesito que un hechicero anule el hechizo que pesa sobre Anabela.

 

Bila le contestó con una pregunta: ?cómo sabía él si Anabela no era, de hecho, una vieja que se hacía joven durante el día?

 

—?Y qué diferencia hay?

 

—Una gran diferencia, Ben. Si su mujer fuera esa que usted vio dormida, entonces se quedará con una vieja arrugada para toda la vida.

 

—Pero yo quiero deshacer el hechizo.

 

—Está bien. Pero después no diga que no le advertí.

 

Aún en el sue?o, Anabela se veía despertando en una ma?ana brumosa. Al mirarse en el espejo se descubría arrugada, parecía una difunta arrepentida. Rompía el espejo hasta ver su rostro astillado. Pero en cada pedazo de vidrio se volvía a ver encarrujada. Se lavaba con agua tibia, se alisaba con cremas de hierbas. Nada, las arrugas porfiaban, invencibles. Y cuando intentaba salir del cuarto, las piernas, entumecidas, no le respondían.

 

Anabela despertaba de la pesadilla, ba?ada en sudor. Corría al espejo para comprobar su aspecto. El espejo la devolvía suave y tersa. Ella suspiraba con el consuelo de la realidad.

 

Los malos sue?os continuaron incluso después de que Benjamim hubo partido hacia la casa de la hechicera. Anabela no lograba imaginar qué argumentos habría usado el enfermero para convencer a su marido. Pero la verdad es que Benjamim preparó una peque?a maleta y, sin decir palabra, se ausentó. Permaneció tres semanas en la curación. Anabela contó desesperada los días con los dedos. ?Volvería normal? ?O traería nuevos hábitos por la convivencia con la vieja? Finalmente, él llegó. Anabela permaneció con los ojos muy abiertos, sin preguntarle nada. Benjamim estaba pálido, más trastornado que retornado. Se sentó en la cama y miró prolongadamente a su esposa. Ella se interrogaba sobre esa actitud. ?Qué alma estaría por detrás de aquel hombre?

 

Se quedaron callados por un rato. Ben le hizo una se?a para que se aproximase. Anabela se incorporó, sintiendo que ya la inundaba el volcán del deseo. Se arrodilló frente a su marido:

 

—?Qué, Ben?

 

El brazo de él se deslizó, embriagado, cerca de sus senos. Ella se sonrió, se acercó más. Benjamim murmuró algo, más suspiro que palabra. El temblor de una mano invisible estremeció a la joven esposa.

 

—Yo quiero —dijo él.

 

Ella empezó a desabrocharse, parecía que el vestido temblaba bajo sus dedos. Se sentó más cerca de él, a la espera. Un nuevo murmullo se escapó de los labios de Benjamim:

 

—Yo quiero...

 

—Yo también.

 

—Yo quiero agua. Dame agua, Anabela.

 

Un hondo desánimo le recorrió la carne. Se quedó inmóvil, entre el descrédito y la frustración. Durante la pausa, Benjamim se levantó bruscamente. Sin embargo, antes de dar un paso, titubeó en el aire y cayó pesadamente en el suelo con menos consistencia que una alfombra.

 

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