Cada hombre es una raza

Mazembe se enfureció: que nunca más se le ocurriese mentar esa idea. Era ciego pero no había perdido su estatuto de macho.

 

Pasó el tiempo. En las largas ma?anas, el ciego se pertrechaba de sol. En el oleaje, sus sue?os imaginadaban. Hasta que, cada mediodía, su hija lo atraía hacia la caricia de una sombra. Ahí le servían comida. Sólo sus hijos podían hacerlo. Porque el pescador se había entregado a una única guerra: esquivar los cuidados de Salima, su dedicada esposa. Aceptar su amparo era, para Mazembe, la más dolorosa rebajeza. Salima le ofrecía ternura, él la rehusaba. Ella lo llamaba, él le respondía con un rezongo.

 

Pero, al ahondarse el tiempo, el hambre se hizo fuerte. Salima se arrastraba, más puntual que las mareas, recogiendo cáscaras de miseria, demasiada concha y poco de comer.

 

Salima entonces le anunció a su marido: por mucho que le costase, embarcaría al día siguiente. Iría a pescar, su cuerpo escondía poderes que él ignoraba. Mazembe se negó, desesperado. ?Nunca! ?Cuándo se ha visto a una mujer que pesque, dirigiendo un barco? ?Qué dirían los otros pescadores?

 

—Aunque tenga que amarrarte a mi pie, Salima. Tú no vas al mar.

 

Dicho esto, gritó llamando a sus hijos. Bajó camino de la playa. Toda su flacura se hacía tensa en el arco del cuerpo. La marea estaba baja y la embarcación se había tumbado con la barriga en la arena, perezosa.

 

—Vamos, chicos. Vamos a arrastrar este barco hasta arriba.

 

él y sus hijos empujaron el barco hasta lo alto de las dunas. Lo llevaron a donde nunca llegaban las olas. Mazembe sacudía las manos, ri?endo a su mujer.

 

—Tú, Salima, no me provoques.

 

Y, volviéndose hacia el barco, dictaminó:

 

—Ahora vas a ser casa.

 

Desde entonces, Maneca Mazembe vivió en el barco, marinoterrestre. él, junto con la embarcación, parecía una tortuga patas arriba, incapaz de regresar al mar. Y, en esa soledad extensa, Mazembe se echó al abandono.

 

Hasta una ma?ana incierta. Salima se acercó al barco, se quedó contemplando a su marido. Su estado era de total desali?o, con cara de muchas barbas. La mujer se sentó, acomodó en sus brazos una olla de arroz. Dijo:

 

—Maneca, hace mucho tiempo que no me pegas.

 

Quién sabe, conjeturó ella, si la amargura del hombre no se debía a la abstinencia. Tal vez precisaba sentir sus lágrimas, exclusivo propietario de sus sufrimientos.

 

—Mazembe, puedes pegarme. Yo te ayudo: me quedo quietecita, sin moverme para nada. El pescador, silencioso, recorría los atajos del alma. Conocía las tretas de las mujeres. Por eso cambió de tema:

 

—Ni sé qué hora es. Ahora nunca sé.

 

Salima insistía, casi suplicante. Que le pegara. El hombre, al cabo de mucho tiempo, se incorporó. Tropezó con el cuerpo de ella, le sujetó el brazo, en lazo acusador. Salima esperó la conyugal violencia. La mano de él bajó pero fue para coger la olla. Con un movimiento brusco arrojó por tierra el alimento.

 

—Nunca más me traigas comida. No necesito nada tuyo. Nunca más.

 

La mujer se sentó entre el arroz y la arena, el mundo deshecho en granos. Miró a su marido que regresaba al barco y vio cómo se emparentaban el hombre y la cosa: éste, carente de luz; aquél, a?orante de las olas. Cuando ya se iba, Salima se detuvo al oír que la llamaba.

 

—Mujer, te pido que me traigas fuego.

 

Ella se estremeció. ?Para qué el fuego? Un hondo presentimiento la hizo negarse. Llorando, obedeció. Le acercó un le?o ardiendo.

 

—No lo hagas, Maneca.

 

El ciego sujetó la antorcha como si fuera una espada. Después, prendió fuego al barco. Salima gritaba, alrededor de las llamas, como si éstas ardiesen dentro de sí. Aquella locura de él era una incitación a la desgracia. Por eso, ella le sacudió la vieja camisa para que él escuchase su decisión de partir, de llevarse a sus hijos para nunca más volver. Y la mujer se fue, sin dejar siquiera que sus hijos se despidieran de su viejo padre, en estado de hechizo, que maldecía sus vidas.

 

El pescador se quedó solo, parecía que el arenal se había vuelto aún más inmenso. En su ínfimo contorno él se dejó anochecer, palpando en los dedos el sabor de las cenizas. Tantear los restos le daba un sentido de grandeza. Al menos que le cupiese deshacer, destruir todo lo que le estaba prohibido.

 

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