Cada hombre es una raza

Llegamos a la mina, nos dieron palas y empezamos a excavar. Los techos de la mina se habían caído una vez más. Bajo la tierra que pisábamos había hombres, algunos ya bien muertos, otros despidiéndose de la vida. Las palas subían y bajaban, nerviosas. Veíamos aparecer brazos clavados en la arena, parecían raíces de carne. Había gritos, confusión de órdenes y polvo. A mi lado, el cocinero gordo tiraba de un brazo, se armaba de toda su fuerza para desenterrar el cuerpo. Pero qué va, era un brazo suelto, arrancado del cuerpo. El cocinero cayó con aquel pedazo muerto sujeto en sus manos. Sentado sin compostura, se empezó a reír. Me miró y aquella risa suya empezó a llenarse de lágrimas, el gordo parecía un ni?o perdido, sollozando.

 

Yo, padre, no aguanté. No pude más. Fue un pecado pero le di la espalda a aquella desgracia. Aquel sufrimiento era demasiado. Uno de los sirvientes intentó sujetarme, me insultó. Desvié el rostro, no quería que él viera que estaba llorando.

 

En aquel a?o, la mina caía por segunda vez. También por segunda vez yo abandonaba el rescate. No sirvo para nada, lo sé, padre. Pero usted nunca ha visto un infierno como ése. Rezamos a Dios para que, después de fallecer, nos salve de los infiernos. Pero finalmente nosotros ya estamos viviendo los infiernos, pisamos sus llamas, llevamos el alma llena de cicatrices. Era como allí, aquello parecía una machamba de arena y sangre, la gente tenía miedo sólo de pisar. Porque la muerte se enterraba en nuestros ojos, tirando de nuestra alma con los muchos brazos que tiene. ?Qué culpa tengo, dígame con sinceridad, qué culpa tengo de no poder tamizar pedazos de persona?

 

No soy hombre de salvar vidas. Soy una persona para ser asistida, no para asistir. Todo eso pensaba yo mientras regresaba. Mis ojos no observaban el camino, parecía caminar en mis propias lágrimas. De repente, me acordé de la princesa, creía oír su voz pidiendo socorro. Era como si ella estuviera allí, en la esquina de cada árbol, suplicando de rodillas como estoy yo ahora. Pero yo, una vez más, me negaba a dispensar ayuda, me alejaba de la bondad.

 

Cuando llegué a la choza me costaba oír aquel mundo alrededor, lleno de los sones bonitos del anochecer. Me escondí en mis propios brazos, cerré el pensamiento en un cuarto oscuro. Sucedió entonces que las manos de ella se aproximaron. Lentamente desplegaron aquellas culebras tercas que eran mis brazos. Me habló como si yo fuera un ni?o, el hijo que nunca tuvo:

 

—Hubo un desastre en la mina, ?verdad?

 

Respondí sólo con la cabeza. Ella profirió maldiciones en su lengua y salió. Fui con ella, sabía que sufría más que yo. La princesa se sentó en la sala grande y, en silencio, esperó a su marido. Cuando el patrón llegó, ella se levantó despacio y en sus manos surgió el reloj de cristal. Ese que me recomendaba tanto. Subió el reloj muy arriba de su cabeza y, con mucha fuerza, lo arrojó al suelo. Los cristales se esparcieron, brillantes granos cubrieron el piso. Ella siguió rompiendo otros objetos, haciendo todo sin prisa, sin gritos. Pero aquellos cristales cortaban su alma, yo lo sabía. El patrón, el sí, gritó. Primero en portugués. Dio la orden de que no siguiese. La princesa no obedeció. El gritó en su lengua, ella ni le oyó. Y ?sabe lo que hizo ella? No, usted no lo puede imaginar, incluso a mí me cuesta dar testimonio. La princesa se quitó los zapatos y, mirando la cara de su marido, empezó a bailar encima de los cristales. Bailó, bailó, bailó. ?La sangre que dejó, padre! Lo sé, fui yo el que limpié. Llevé el trapo, lo pase por el suelo como si acariciara el cuerpo de la se?ora, aliviando tantas heridas. El patrón me ordenó que saliera, que dejara todo como estaba. Pero me negué. Tengo que limpiar esta sangre, patrón. Respondí con una voz que no parecía la mía. ?Desobedecía yo? ?De dónde venía aquella fuerza que me sujetó al suelo, preso a mi voluntad?

 

Y así lo imposible se hizo verídico. Mucho tiempo pasó en un santiamén. No sé si por causa de los cristales, al día siguiente la se?ora se enfermó. Quedó acostada en una habitación separada, dormía sola. Yo tendía la cama mientras ella descansaba en el sofá. Hablábamos. El asunto no variaba: recuerdos de su tierra, arrullos de su infancia.

 

—Esta enfermedad, se?ora, sin duda es nostalgia.

 

—Tode mi vide está allá. El hombre que amo está en Rusia, Fortín.

 

Yo me balanceé, afectado. No lo quería entender.

 

—Se llama Antón, ése es único sa?or de mi corrazón.

 

Estoy imitando su lenguaje, no me estoy burlando. Pero así conservo lo que me confesó de su amante. Hubo más confidencias, entregándome siempre recuerdos de ese amor escondido. Yo tenía miedo de que alguien oyese nuestras conversaciones. Mandaba hacer el servicio aprisa sólo para salir de la habitación, pero un día me entregó un sobre cerrado. Era un asunto de máximo secreto, nadie jamás lo podría sospechar. Me pidió que entregase aquella carta en el correo, allá en la ciudad.

 

Desde ese día en adelante, siempre me entregaba cartas. Eran seguidas, una, otra, otra más. Escribía acostada, las letras del sobre temblaban por la fiebre.

 

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