—?Tío? ?Dónde se ha visto que se le diga tío a un negro?
Los padres querían tapiarles el sue?o, su peque?a e infinita alma. Surgió la orden: tenéis prohibida la calle, no volveréis a salir. Se corrieron las cortinas, las casas cerraron sus párpados.
Parecía que ya imperaba el orden. Fue cuando surgieron las sorpresas. Las puertas y las ventanas se abrían solas, los muebles aparecían volcados, los cajones fuera de lugar.
En casa de los Silva.
—?Quién abrió este armario?
Nadie, nadie había sido. El mayor de los Silva se indignaba: todos, en la casa, sabían que en aquel mueble se guardaban las armas. Sin vestigios de fuerza, ?quién podía ser el asaltante? Duda del indignatario.
En casa de los Peixoto:
—?Quién echó alpiste en el cajón de los documentos?
?Quién?: nadie, ninguno, nada. El jefe máximo de los Peixoto advertía: ustedes saben muy bien qué tipos de documentos tengo ahí guardados. Invocaba sus secretas funciones, sus sigilosos asuntos. Que se denunciara al vendedor de alpiste. Mierda de pajarracos, rezongaba.
En el hogar del presidente del municipio:
—?Quién abrió la puerta de los pájaros?
Nadie la había abierto. El gobernante, víctima del desgobierno, había sorprendido a un ave dentro del armario. Las serias instancias municipales estaban llenas de cagarrutas.
—Vean ésta: cagada incluso en el sello.
En la suma de los acontecimientos, un alboroto general se apoderó del barrio. Los colonos se reunieron para tomar una decisión. Se juntaron en casa del papá de Tiago. El ni?o eludió la cama. Permaneció en la puerta escuchando las graves amenazas. No esperó a escuchar la sentencia. Se lanzó hacia el bosque, rumbo al baobab. El viejo estaba allí acomodándose al calor de una hoguera.
—Allí vienen, te vienen a buscar.
Tiago jadeaba. El vendedor no se alteró: que ya sabía, estaba a la espera. El ni?o se esforzaba, nunca aquel hombre le había demostrado tanto valor.
—Huye, todavía hay tiempo.
Pero el vendedor se confortaba, so?olento. Sereno, entró en el tronco y allí se demoró. Cuando salió ya tenía una corbata y traje de hombre blanco. De nuevo se sentó, apartando la arena del suelo. Después, permaneció balconeando, retocando el horizonte.
—Vete, ni?o. Ya es de noche.
Tiago se quedó. Observaba al pajarero, aguardando su gesto. Si al menos el viejo fuese como el río: fijo pero en movimiento. Pero no. El vendedor se mantenía más en la leyenda que en la realidad.
—?Y por qué te pusiste el traje?
Explicó: es que él era nativo, reto?o de aquella tierra. Debía saber recibir a los visitantes. Le correspondía el respeto, los deberes de anfitrión.
—Ahora vete, vuelve a tu casa.
Tiago se levantó, era difícil partir. Miró al enorme árbol, como pidiéndole protección.
—?Estás viendo la flor? —preguntó el viejo.
Y recordó la leyenda. Aquella flor era la morada de los espíritus. Quien hiciese da?o al baobab sería perseguido hasta el final de su vida.
Ruidosos, los colonos fueron llegando. Rodearon el lugar. El chico huyó, se escondió, se quedó al acecho. Vio levantarse al pajarero, saludando a los visitantes. Enseguida llegaron los golpes, los empujones, los puntapiés. El viejo parecía no sufrir, semejante a un vegetal, sino fuera por la sangre. Le amarraron las mu?ecas, lo empujaron por el camino oscuro. Los colonos iban detrás, dejando al ni?o sólo con la noche. La criatura titubeaba, daba un paso atrás, otro adelante. Entonces, fue entonces: las flores del baobab cayeron, parecían astros de fieltro. En el suelo, sus blancos pétalos, uno a uno, se enrojecieron.
El ni?o, de pronto, se decidió. Se arrojó a los matorrales, en pos de la comitiva. Seguía las voces, entendiendo que llevaban al pajarero al calabozo. Cuando se cubrió de sombra tras el muro, en la proximidad de la prisión, Tiago estaba sofocado. ?Valía la pena rezar? Alrededor, el mundo se había despojado de sus bellezas. Y, en el cielo, igual que el baobab, ninguna estrella se envanecía.
La voz del pajarero le llegaba, venida de más allá de las rejas. Ahora, podía ver el rostro de su amigo y cuanta sangre lo cubría. Interroguen al tipo, exprímanlo bien. Era la orden de los colonos, antes de retirarse. El guardia hizo el saludo militar, obediente. Pero no sabía siquiera qué secretos debía arrancarle al viejo. ?Qué rabias se comprobaban en contra del vendedor ambulante? Ahora, sólo, el retrato del detenido le parecía libre de sospechas.
—Le pido permiso para tocar. Es una melodía de su tierra, patrón.
El pajarero preparó la armónica, intentó soplar, pero desistió de la intención con un gesto.