Cada hombre es una raza

Ese hombre será siempre sombra: no habrá memoria suficiente para salvarlo de la oscuridad. En verdad, su astro no era el Sol. Ni su país era la vida. Tal vez por ello vivía con las prevenciones de un extra?o. El vendedor de pájaros no tenía siquiera el amparo de un nombre. Lo llamaban el pajarero.

 

Todas las ma?anas pasaba por los barrios de los blancos cargando sus enormes jaulas. El mismo fabricaba aquellas jaulas, de material tan ligero que no parecían servir de prisión. Parecían jaulas aladas, volátiles. Dentro de ellas, los pájaros aleteaban sus colores repentinos. En torno al vendedor, había una nube de píos, tantos que hacían mover las ventanas.

 

—Mamá, ?mira al hombre de los pájaros!

 

Y los ni?os inundaban las calles. Las alegrías se entremezclaban: el griterío de las aves y el trino de las criaturas. El hombre sacaba una armónica e interpretaba sonámbulas melodías. El mundo entero se volvía fábula.

 

Por detrás de las cortinas, los colonos reprobaban esos abusos. Les infundían sospechas a sus peque?os hijos: ?quién era ese negro? ?Alguien tenía referencia de él? ?Quién había autorizado a esos pies descalzos a ensuciar el barrio? No, no y no. Que volviera el negro a su debido lugar. Pero los pájaros son tan encantadores, insistían los ni?os. Los padres se oponían: estaba dicho.

 

Pero pocos cumplirían aquella orden. Sobre todo desobedecía uno de los ni?os, dedicándose al misterioso pajarero. Era Tiago, un chico so?ador, sin otra habilidad que la de perseguir fantasías. Despertaba temprano, se pegaba a los cristales, aguardando la llegada del vendedor. El hombre aparecía y Tiago bajaba la escalera, treinta escalones en cinco saltos. Descalzo, atravesaba el barrio, desapareciendo junto con la nube del pajarerío. El sol se ponía y el ni?o sin regresar. En casa de Tiago se desgranaban reproches:

 

—Descalzo, como ellos.

 

El padre deseaba el castigo. Sólo la suavidad materna aliviaba la llegada del chaval, en plena noche. El padre reclamaba aunque fuera una mínma explicación:

 

—?Fuiste a casa de él? Pero ?ese vagabundo tiene casa?

 

Su residencia era una baobab, el desocupado agujero del tronco. Tiago contaba: aquel era un árbol muy sagrado, Dios lo había plantado cabeza abajo.

 

—Vean lo que el negro le anda metiendo en la cabeza al ni?o.

 

El padre se dirigía a su esposa, echándole la culpa. El ni?o proseguía: es verdad, mamá. Ese árbol es capaz de grandes tristezas. Los más viejos dicen que el baobab, en su desesperación, se suicida presa de las llamas, sin que nadie le prenda fuego. Es verdad, mamá.

 

—Que disparate —atenuaba la se?ora.

 

Y ponía a su hijo fuera del alcance paterno. El hombre, entonces, se decidía a salir, para juntar su rabia con la de otros colonos. En el club, todos ellos aclamaban: era necesario acabar con las visitas del pajarero. Que la medida no podía ser de muerte violenta, ni cosa que ofendiera a la vista de las se?oras ni de sus hijos. Habría que decidir cuál sería el remedio mejor.

 

Al día siguiente, el vendedor repitió su alegre invasión. A pesar de todo, los colonos vacilaron: aquel negro traía aves de una belleza nunca vista. Nadie podía resistirse a sus colores, a sus trinos. Aquello no parecía ser cosa de este verídico mundo. El vendedor se mantenía anónimo, en una humilde ausencia de sí:

 

—Estos son pájaros excelentes, de esos con las alas todas de fuera.

 

Los portugueses se interrogaban: ?de dónde traía él tan maravillosas criaturas? ?Dónde, si ellos ya habían desbrozado los matorrales más extensos?

 

El vendedor guardaba el secreto, respondiendo con una sonrisa. Los se?ores ponían en duda sus propias sospechas —?tendría aquel negro derecho a ingresar en un mundo al que ellos carecían de acceso?—. Pero pronto se disponían a disminuirle los méritos: el tipo dormía en los árboles, en medio de los pájaros. Ellos se igualan a los animales salvajes, concluían.

 

Fuera por desdén de los grandes o por gloria de los peque?os, la verdad es que, poco a poco, el pajarero se convirtió en el tema dominante en el barrio de cemento. Su presencia fue llenando lapsos, insospechados vacíos. Conforme le compraban, las casas estaban más repletas de dulces cantos. La música causaba extra?eza a los moradores, mostrando que aquel barrio no pertenecía a esta tierra. Entonces, ?los pájaros les quitaban lo auténtico a los residentes, haciéndolos extranjeros? ?O el culpable sería ese negro, ese canalla, que se apropiaba de la existencia, ignorante de sus deberes de raza? El comerciante debería saber que sus pasos descalzos no cabían en aquellas calles. Los blancos se inquietaban con esa desobediencia, acusando al tiempo. Sentían celos del pasado, de la buena disposición de las personas por su apariencia. El vendedor, así sobremiso, anticipaba al mundo otras percepciones. Hasta los ni?os, gracias a su seducción, se olvidaban de las reglas de conducta. Ellos se volvían más hijos de la calle que de la casa. El pajarero se adentraba incluso en sus devaneos:

 

—Haz cuenta de que soy tu tío.

 

Los ni?os emigraban de su condición, desdoblándose en otras felices existencias. Y todos se familiarizaban, parientes aparentes.

 

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