Cada hombre es una raza

Ella corrigió mis afirmaciones. Los animales, dijo, son los que usan las madrigueras para esconderse. La casa de una persona es un lugar para quedarse, el sitio donde sembramos nuestras vidas. Le pregunté si en su tierra había negros y no pudo parar de reírse. ?Oh, Fortín, usted hace cada pregunta! Me sorprendí: si no había negros, ?quién hacía los trabajos pesados allá en su tierra? Son blancos, contestó. ?Blancos? Mentiras de ella, pensé. Finalmente, ?cuántas leyes existen en el mundo? ?O acaso la desgracia no fue distribuida según las razas? No, no le estoy preguntando a usted, padre, sólo estoy pensando en voz alta.

 

Fue así como conversamos aquella noche. Ya en la puerta, ella me pidió ver la habitación en donde dormían los otros. Primero, me negué. Pero, en el fondo, yo deseaba que ella fuera allá. Para que viera que aquella miseria era peor que la mía. Y, por eso, acepté: salimos bajo la oscuridad para ver el lugar de esos con categoría de criados. La princesa Nadia se llenó de tristeza al asistir a aquellas vivencias. Quedó tan impresionada que empezó a mezclar lenguas, a saltar del portugués a su dialecto. Ella ahora entendía el motivo del patrón para no dejarla salir, nunca le dio autorización. Es sólo para que yo no vea toda esa miseria, decía. Noté que lloraba. Pobre se?ora, me dio pena. Una mujer blanca, tan lejos de los de su raza, allí, en plena selva. Sí, para la princesa todo aquello debía de ser una selva, alrededores de selva. Incluso la casa grande, arreglada según la voluntad de sus costumbres, incluso su casa era residencia de la selva.

 

Al regresar, me clavé uno de esos pinchos de acacia espinosa. La espina se hundió profunda en el pie. La princesa me quiso ayudar pero la aparté:

 

—No puede tocar. Mi pierna se?ora...

 

Ella comprendió. Empezó a darme un consuelo, que ése no era defecto, que no debía avergonzarme de mi cuerpo. Al principio, no me gustó. Sospeché que sentía lástima, compasión, nada más. Pero, después, me entregué a aquella dulzura suya, olvidé el dolor en el pie. Parecía que esta pierna ambulante ya no era mía.

 

Desde esa noche, la princesa empezó a salir siempre, a visitar los alrededores. Aprovechaba las ausencias del patrón, mandaba que le mostrase los caminos. Un día de éstos, Fortín, tenemos que salir temprano e ir hasta las minas. Yo sabía las órdenes del patrón, que prohibía las salidas de la se?ora. Hasta que, una vez, la cosa estalló:

 

—Los otros criados me han dicho que andas saliendo con la se?ora.

 

Cabrones, me acusaron. Sólo para demostrar que yo, como ellos, me agachaba ante la misma voz. La envidia es la peor víbora: muerde con los dientes de la propia víctima. Y entonces, en ese momento, me eché atrás:

 

—Yo no soy el que quiere, patrón. Es la se?ora la que manda.

 

?Se da cuenta, padre? En un instante, yo estaba denunciando a la se?ora, traicionando la confianza que depositaba en mí.

 

—Que sea la última vez, ?me has oído, Fortín?

 

Dejamos de salir. La princesa me lo pedía, insistía. Sólo una distancia cortita, Fortín. Pero yo no tenía valor. Y así, la se?ora volvió a quedar prisionera de la casa. Parecía una estatua. Incluso cuando llegaba el patrón, ya de noche, ella se mantenía, inmóvil, mirando el reloj. Veía el tiempo que sólo se mostraba a los que, en la vida, no tienen presencia. El patrón no se preocupaba por ella: se dirigía directamente a la mesa, pedía de beber. El comía, bebía, repetía. Ni notaba a la se?ora, que parecía subexistente. No la pegaba. Las palizas no son cosa de príncipes. Ellos no propinan golpes o la muerte, los encargan a otros. Nosotros somos la mano de sus voluntades sucias, nosotros que estamos destinados a servir. Yo siempre pegué por orden de otros, repartí mamporros. Sólo le he pegado a gente de mi color. Ahora miro a mi alrededor, no tengo a nadie al que pueda llamarle hermano. A nadie. No olvidan esos negros. Pertenezco a una raza rencorosa. Usted también es negro, puede entenderlo. Si Dios fuera negro, padre, estaría frito: nunca más voy a obtener perdón. ?Es que nunca más! ?Cómo dice? ?No puedo hablar de Dios? ?Por qué, padre, acaso El me oye aquí, tan lejos del cielo, a mí tan minúsculo? ?Puede oír? Espéreme, padre, déjeme rectificar mi posición. Rayo de pierna, siempre se niega a obedecer. Listo, ya puedo seguir confesándome. Fue como le dije. Decía, por cierto. No había historia en casa de los rusos, no ocurría nada. Sólo silencio y suspiros de la se?ora. Y el reloj sonando en aquel vacío. Hasta que, un día, el patrón me apresuró con su griterío:

 

—Llama a los criados, Fortín. Todos allá fuera.

 

Reuní a los criados, mayores y menores, y también el cocinero gordo, Nelson Máquina.

 

—Vamos a la mina. Deprisa, súbanse todos a la carreta.

 

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