Cada hombre es una raza

Continúo, entonces. En esa época, llegó también a la ciudad de Manica una se?ora rusa. Nadia era su nombre. Decían que era princesa en la tierra de donde venía. Acompa?aba a su marido Yuri, ruso también. La pareja llegó debido al oro, como todos los demás extranjeros que venían a desenterrar riquezas de nuestro suelo. El tal Yuri compró las minas, con la esperanza de volverse rico. Pero conforme dicen los más viejos: no corras detrás de la gallina con la sal ya en la mano. Porque las minas, padre, eran del tama?o de una polvareda, basta un soplo y casi no queda nada.

 

Sin embargo, los rusos traían restos de sus haberes, lujos de anta?o. Su casa, si usted la hubiera visto, estaba llena de cosas. ?Y los sirvientes? Eran muchísimos. Y yo, como tenía documento portugués, quedé como jefe de los criados. ?Sabe cómo me llamaban? Encargado general. Era mi categoría, yo era alguien. No trabajaba: les ordenaba trabajar. Yo atendía las peticiones de los patrones, que hablaban conmigo con buenos modales, siempre con respeto. Después yo transmitía las peticiones y les gritaba las órdenes a los sirvientes. Gritaba, sí. Unicamente así obedecían. Nadie desempe?a el trabajo sólo por gusto. ?El mismo Dios, cuando expulsó a Adán del paraíso, no lo echó a puntapiés?

 

Los criados me odiaban, padre. Yo sentía la inquina de ellos cuando les robaba los días festivos. No me importaba, hasta me gustaba que no me quisieran. Esa inquina me hacía sentirme ancho, yo me sentía casi el patrón. Me dijeron que ese gusto por mandar es un pecado. Pero yo creo que es mi pierna la que me aconseja hacer maldades. Tengo dos piernas, una de santo, otra de diablo. ?Cómo puedo seguir un solo camino?

 

A veces, lograba escuchar las conversaciones de los criados en sus cuartuchos. Les daban inquina muchas cosas, hablaban mostrando dientes. Yo me aproximaba y ellos se callaban. Desconfiaban de mí. Pero para mí era un elogio aquella sospecha: infundía un miedo que los hacía sentirse peque?os. Se vengaban, se burlaban siempre, siempre remedaban mi cojera. Se reían, los cabrones. Discúlpeme por usar palabrotas en un lugar de respeto. Pero, para mí, ese antiguo enojo permanece actual. Nací con este defecto, fue el castigo que Dios me reservó incluso antes de que yo me convirtiese en persona. Yo sé que Dios es completamente grande. Con todo, padre, con todo: ?usted cree que El fue justo conmigo? ?Estoy injuriando al Santísimo? Bueno, me estoy confesando. Si ofendo ahora, usted después me impone más penitencias.

 

Tiene razón, prosigo. En esa casa los días eran siempre iguales, tristes y callados. Tempranito en la ma?ana, el patrón salía hacia la mina, machamba ? del oro, era así como la llamaba. Volvía solamente por la noche, a las tantas. Los rusos no tenían visitas. Los demás, ingleses y portugueses, no paraban por allá. La princesa vivía encerrada en su tristeza. Se vestía con formalidad incluso dentro de la casa. Ella, puedo decirle, se visitaba a sí misma. Hablaba siempre entre murmullos, para ser escuchada teníamos que acercar el oído. Yo me aproximaba a su cuerpo delicado, una piel tan blanca como jamás he vuelto a ver. Esa blancura se me apareció con frecuencia en sue?os, todavía hoy me estremezco por el perfume de ese color.

 

Ella solía quedarse en un peque?a salita, mirando un reloj de cristal. Oía las manecillas que goteaban el tiempo. Era un reloj de su familia y sólo a mí me confiaba su limpieza. Si ese reloj se rompiera, Fortín, toda mi vida quedaría hecha allí a?icos. Ella siempre me hablaba así, aconsejándome tener cuidado.

 

Una de esas noches yo estaba en la choza encendiendo el candil, cuando una sombra tras la mía me asustó. Miré, era la se?ora. Traía una vela y se acercó despacito. Observó mi cuarto, conforme la luz bailaba en los rincones. Me quedé perturbado, incluso hasta avergonzado. Ella me veía siempre con aquel uniforme blanco que usaba para el servicio. Ahora, yo estaba allí en bermudas, sin camisa ni respeto. La princesa circuló alrededor y después, para mi asombro, se sentó en mi estera. ?Se da cuenta? ?Una princesa rusa en una estera? Ella se quedó allí un buen rato, sólo sentada, inmutable. Después preguntó, con esa manera suya de hablar portugués:

 

—Así que ?usté vive aquí?

 

No tenía respuesta. Empecé a pensar que estaba enferma, que su cabeza estaba trocando los lugares.

 

—Se?ora mía: es mejor que vuelva a su casa. Este cuarto no es bueno para usted.

 

Ella no contestó. Volvió a preguntar:

 

—?Y por usté es bueno?

 

—Para mí es suficiente. Basta un techo que nos separe del cielo.

 

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