Cada hombre es una raza

—No deben vernos, es mejor esperar el tren en este escondrijo.

 

Ella, pobre, me agradeció los cuidados. Dijo que nunca había visto un hombre tan bondadoso. Pidió que la despertara cuando llegase la hora; estaba muy cansada, necesitaba reposo. Me quedé mirándola, apreciando su presencia tan próxima. Vi los botones de su vestido, adiviné todo el ardor que había debajo. Mi sangre acuciaba. Al mismo tiempo yo sentía miedo. ?Y si el patrón me pillaba allí, en medio del césped con su se?ora? Bastaba con apuntarme con el hocico oscuro del fusil y disparar. Fue ese temor de ser fusilado lo que frenó. Me quedé solamente mirando a aquella mujer en mis brazos. Fue entonces cuando el sue?o, una vez más, empezó a huir de mí. ?Entiende, padre? Ella tenía la piel blanca que era la mía, su boca me pertenecía, sus ojos azules eran míos. Era como si yo fuese un alma distribuida en dos cuerpos contrarios: uno macho, otro hembra; uno negro, otro blanco. ?Lo duda? Sepa, padre, que los opuestos son los más iguales. ?No lo cree? Escuche: ?el fuego no es lo que más se parece al hielo? Ambos queman y, en los dos, sólo mediante la muerte el hombre puede entrar.

 

Pero si yo era ella, estaba yo muriendo entonces en mi segundo cuerpo. Así, me sentí debilitado, desapercibido. Caí a su lado y nos quedamos los dos sin movernos. Ella, con los ojos cerrados. Yo, evitando la somnolencia. Sabía que si cerraba los ojos, nunca jamás los volvería a abrir. Yo ya estaba muy dentro de mí, no podía bajar más. Hay momentos en los que nos parecemos mucho a los muertos y esa semejanza da fuerzas a los difuntos. Y no nos perdonan que nosotros, los vivos, seamos tan parecidos a ellos.

 

?Y sabe cómo me salve, padre?: metiendo los brazos en la tierra caliente, como hacían los mineros moribundos. Fueron mis raíces las que me ataron a la vida, fue eso lo que me salvó. Me levanté todo sudado, con mucha fiebre. Decidí salir de allí, sin tardanza. La princesa todavía estaba viva e hizo una se?a para que me detuviera. Desprecié su petición. Volví a casa con la misma congoja que sentí cuando abandoné a los sobrevivientes en la mina. Cuando llegué, le dije al patrón: encontré a la se?ora ya muerta, en un árbol cerca de la estación. Lo acompa?é para que él mismo lo confirmase. En aquella sombra, la princesa todavía respiraba. Cuando el patrón se agachó, ella le aferró los hombros y le dijo:

 

—?Antón!

 

El patrón oyó aquel nombre que no le pertenecía. Aún así le besó la frente, cari?oso. Fui a buscar la carreta y, cuando la levantamos, ella ya estaba muerta, fría como las cosas. De su vestido cayó, entonces, una carta. Yo intenté recogerla pero el patrón fue más rápido. Miró con sorpresa el sobre y después observó mi rostro. Me quedé cabizbajo, temiendo que él me preguntara. Pero el patrón estrujó el papel y lo metió en su bolsillo. Nos fuimos en silencio hasta la casa.

 

Al día siguiente, huí a Gondola. Hasta ahora sigo allí, en el servicio de trenes. De vez en cuando, vengo hasta Manica y paso por el viejo cementerio. Me arrodillo junto a la tumba de la se?ora y le pido disculpas ni yo sé de qué. No, tal vez lo sepa. Le pido perdón por no haber sido aquel hombre que ella esperaba. Pero eso es sólo un fingimiento de culpa, usted sabe hasta que punto es mentira que yo me arrodille, porque mientras estoy allí, frente a la tumba, solamente me acuerdo del sabor de su cuerpo. Por eso le confieso esta amargura que me roba el gusto por la vida. Ya falta poco para irme de este mundo. Incluso le he rogado permiso a Dios para morir. Pero parece que Dios no escucha mis ruegos. ?Cómo dice, padre? ?No debo hablar así, desahuciado? Pero es así como yo me acuerdo de mí, viudo de mujer que no tuve. Es que ya me siento tan poca cosa. La única alegría que me entusiasma, ?sabe cuál es?: salir del cementerio e ir a pasear entre el polvo y las cenizas de la antigua mina de los rusos. Aquella mina ya cerró, murió con la se?ora. Yo me encaminó allá solo. Después me siento en un viejo tronco y miró hacia atrás, hacia esos caminos que he pisado. ?Y sabe entonces qué veo? Veo dos huellas diferentes, pero ambas salidas de mi cuerpo. Unas de pie grande, pie masculino. Otras son marcas de pie peque?o, de mujer. Ese es el pie de la princesa, de esa que camina a mi lado. Son huellas, padre. Estoy completamente seguro. Ni Dios puede negar esta certidumbre. Dios puede que no me perdone ningún pecado y así me arriesgo al destino de los infiernos. Pero a mí no me importa: allá, en las cenizas de ese infierno, he de ver el rastro de sus pasos, que avanzan siempre a mi izquierda.

 

 

 

 

 

El pescador ciego

 

 

 

El barco de cada uno está en su propio pecho.

 

Refrán macua

 

 

 

 

 

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