Cada hombre es una raza

Vivimos lejos de nosotros, en distante fingimiento. Nos desaparecemos. ?Por qué nos preferimos en esa oscuridad interior? Tal vez porque lo oscuro junta las cosas, cose los hilos de lo disperso. En el cobijo de la noche, lo imposible gana la suposición de lo visible. En esa ilusión descansan nuestros fantasmas.

 

Escribo todo esto incluso antes de empezar. Escritura de agua de quien no quiere recuerdos, el definitivo destino de la tinta. Todo por Maneca Mazembe, el pescador ciego. El caso fue que él se vació ambos ojos, dos pozos bebidos por el sol. Cómo perdió la vista es cosa de no creer. Existen esas historias que, cuanto más se cuentan, menos se conocen. Muchas voces, al final, sólo producen silencio.

 

Sucedió un día de pesca: Mazembe se perdió en el sinfín. La tempestad había asustado al peque?o concho ? y el pescador se ilimitó, desnortado. Pasaron las horas, llamadas por el tiempo. Sin red ni reservas, Mazembe tuvo fe en la espera. Pero el hambre comenzó a anidar en su barriga. Decidió lanzar el hilo, ya sin esperanza: el anzuelo carecía de cebo. Y nadie conoce un pez que se suicide por gusto, mordiendo un anzuelo vacío.

 

Durante las noches, el frío se encaprichaba. Maneca Mazembe se cubría a sí mismo. No existe mejor cobijo que el cuerpo, pensaba. ?O acaso los bebés, dentro del vientre, sufren de frío?

 

La semana transcurrió, llena de días. El barco se mantenía, sobremarino. El pescador resistía, sobrevivo. Cuando le daba hambre, se palpaba las costillas en la moldura del cuerpo:

 

—Ya no me aparezco siquiera.

 

Así son las cosas: el juicio adelgaza más rápido que el cuerpo. Con esa delgadez creció la decisión de Maneca. Sacó el cuchillo y retuvo el gesto con firmeza. Se arrancó el izquierdo. Dejó el otro para los restantes servicios. Y clavó el ojo en el anzuelo. Era ya un órgano extra?o, desenterrado. Pero se estremeció al contemplarlo. Parecía que aquel ojo desamparado lo seguía mirando, con pesarosa soledad de huérfano. Y así aquel anzuelo, entrando en su ajena carne, le dolió más que la herida de cualquier aguijón.

 

Arrojó el hilo y esperó. Adivinaba ahora el tama?o de un pez, ahogándose en el aire. Sí, porque no todos los días un pez puede morder un manjar semejante. Y se rió de sus propias palabras.

 

El pez, al cabo de muchos ?vaya vaya?, llegó, gordo y plateado. Pero ?cuándo se ha visto un pez delgadito? Nunca. El mar es generoso, más que la tierra.

 

Así pensaba Mazembe mientras se vengaba de los ayunos. Asó el pescado en pleno barco. Cuidado, un día arderá el concho, contigo adentro. Era la advertencia de Salima, su esposa. Ahora, con el estómago colmado, sonreía. Salima, ?qué sabía Salima? Delgaducha, su delicadeza era la de los juncos sumisos, incluso bajo una suave brisa. No se sabía qué fuerzas sacaba de sí misma cuando alzaba muy alto el palo del pilón. Y con el arrullo de Salima, Maneca se enterneció hasta dormirse.

 

Pero no se mide el árbol por el tama?o de la sombra. El hambre, pertinaz, regresó. Mazembe quería remar y no podía. Ya ninguna fuerza le respondía. Se decidió, entonces: se arrancaría el derecho. Así, de nuevo, practicó la cirugía. La oscuridad envolvió al pescador. Mazembe, biciego, sólo a sus dedos confiaba la visión. Volvió a lanzar el hilo al mar. No dudó al sentir el estirón, anunciando el pez más grande que jamás había pescado.

 

En el transitorio alivio del hambre, sus brazos recobraron fuerzas. Su alma había regresado del mar. Remó, remó, remó. Hasta que el barco chocó, lo oscuro al encuentro de lo oscuro. Por el modo del mar, entre murmullos de olas infantiles, intuyó que había llegado a una playa. Se levantó y gritó pidiendo ayuda. Esperó varios silencios. Por fin, oyó voces, gente que llegaba. Se sorprendió: aquellas voces le eran familiares, las mismas de su propia aldea. ?Tal vez sus brazos habían reconocido el camino de regreso sin ayuda de los ojos? Lo recogieron muchas manos que lo ayudaron a bajar.

 

Había llantos, sobresaltos. Todos lo querían ver, nadie lo quería mirar. Su llegada esparcía alegrías, su aspecto sembraba horrores. Mazembe había regresado despojado de aquello que nos constituye: los ojos, ventanas donde se nos enciende el alma.

 

Desde entonces, Maneca Mazembe jamás se hizo a la mar. No porque quisiese hundirse en aquel exilio, despojado del mar. El insistía: sus brazos habían probado conocer los atajos del agua. Pero nadie lo autorizaba. Su mujer se negaba muy mucho a entregarle los remos.

 

—Tengo que ir, Salima. ?Qué vamos a comer?

 

—Más vale pobre que viuda.

 

Ella lo tranquilizó, habría de recoger almejas, cohombros, conchas de comer y vender. Así entretendrían la miseria.

 

—También yo puedo pescar, Maneca, en el barco...

 

—Nunca, mujer. Nunca.

 

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