Cada hombre es una raza

Pero, padre: ?quiere saber la verdad? Nunca entregué esas cartas. Nada, ni una. Tengo este pecado y lo sufro. Era el miedo el que frenaba la debida obediencia, miedo de ser agarrado con aquellas pruebas ardientes en plena mano.

 

La pobre se?ora me miraba fijamente con bondad, creyendo en un sacrificio que yo no hacía. Me entregaba la correspondencia y yo empezaba a temblar, parecía que los dedos agarraban lumbre. Sí, digo bien: lumbre. Porque ése fue el destino de todas aquellas cartas. Las eché todas al fogón de la cocina. Allí se quemaron los secretos de mi se?ora. Yo oía el fuego y creía oírla suspirando. Caramba, padre, estoy sudando sólo de hablar de esta vergüenza.

 

Así pasó el tiempo. Las fuerzas de la se?ora no hacían más que empeorar. Entraba en su habitación y me miraba mucho, casi me perforaba con aquellos ojos azules. Nunca me preguntó si había llegado contestación. Nada. Unicamente aquellos ojos robados del cielo me escudri?aban en una muda desesperación.

 

El médico, ahora, venía todos los días. Salía de la habitación, sacudía la cabeza, negando alguna esperanza. Toda la casa se mantenía en penumbras, las cortinas siempre cerradas. Sólo sombras y silencio. Una ma?ana vi que de la puerta se abría casi una rendija. Era la se?ora que atisbaba. Con una se?a, me hizo entrar. Pregunté por su mejoría. Ella no contestó. Se sentó frente al espejo y esparció aquel polvo oloroso, simulando el color de la muerte sobre su cara. Se pintó la boca pero tardó en atinar con la pintura en los labios. Las manos temblaban tanto que el rojo manchaba la nariz y parte del mentón. Si yo fuera mujer ayudaría, pero, siendo hombre, me quedé sólo mirando, con reserva.

 

—Se?ora, ?va a salir?

 

—Voy a la esteción. Vamos los dos.

 

—?A la estación?

 

—Sí. Antón va a ir en este tren.

 

Y, abriendo el bolso, me mostró una carta. Dijo que aquélla era la respuesta de él. Había tardado, pero al fin llegó, decía agitando el sobre como los ni?os cuando tienen miedo a que les quiten sus fantasías. Dijo algo en ruso. Después habló en portugués: el tal Antón venía en el tren de Beira, venía para llevársela muy lejos de allí.

 

Delirios suyos, seguro. La se?ora sólo estaba viviendo una ilusión. ?Cómo podría haber llegado una contestación, si era yo el que recogía toda la correspondencia, si para colmo las letras de la se?ora se habían encrespado en el fuego?

 

Apoyada en mi brazo, ella entró en la carretera. Fui su garrota hasta cerca de la estación. Fue entonces, padre, cuando cometí el máximo pecado. Soy muy duro conmigo, no me tolero. Sí, yo me defiendo de todo menos de mí. Por eso me quita peso esta confesión. Ya cuento con Dios para mi defensa. ?No tengo razón, padre? Entonces, escuche.

 

La piel de la princesa estaba pegadita a mi cuerpo, yo transpiraba el sudor de ella. La se?ora estaba en mis brazos total, abandonada. Empecé a so?ar que, en realidad, estaba huyendo conmigo. ?Quién era yo sino ese tal Antón? Sí, yo me reconocía como el auténtico escritor de la carta. ?Fui un intruso? Tal vez, pero en aquel momento estuve de acuerdo conmigo mismo. Finalmente, si la vida de la se?ora ya no tenía validez, lo que importaba era ayudarla en sus delirios. Quizás esas locuras pudieran sanar la herida que le sustraía el cuerpo. ?Pero se ha dado cuenta, padre, de qué papel estaba haciendo? ?Yo, Duarte Fortín, encargado general de los criados, huyendo con una blanca, princesa para colmo? Como si algún día ella pudiese quererme a mí, a un tipo de mi color y con las piernas desiguales. No hay duda, tengo alma de lombriz, me arrastraré por el otro mundo. Mis pecados piden muchísimas oraciones. ?Rece por mí, padre, rece mucho por mí! Porque lo peor, lo peor todavía no se lo he contado.

 

Yo cargaba a la princesa por un camino desviado. Ella no se dio cuenta de ese desvío. Llevé a la se?ora hacia la margen del río, la acosté sobre la yerba blanda. Fui al río a buscar un poco de agua. Le mojé la cara y el cuello. Ella sintió escalofríos, aquella máscara de polvo empezó a deshacerse. La princesa respiraba con dificultad. Miró alrededor y preguntó:

 

—?La esteción?

 

Decidí mentir. Le dije que estaba allí, justo al lado. Estábamos bajo aquella sombra sólo para escondernos de los demás que esperaban en el patio de la estación.

 

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